El Aullido Prohibido

capítulo 20: LA IRA DIVINA.

"Quien desafía la ley de los cielos, verá la tormenta caer sobre su corazón, pero no podrá apagar la llama de lo imposible."
— Fragmento del Códice de los Desterrados Eternos.

Los dioses se reunieron en sus tronos de luz y fuego, observando con creciente furia la intervención de la luna. Su resplandor, más intenso que nunca, había protegido al lobo durante la prueba, y su vínculo con él desafiaba abiertamente la autoridad divina. La ira celestial no era solo por su desobediencia; era por la evidencia de que incluso la eternidad podía verse tocada por el amor y la devoción de un ser condenado.

El lobo, aún en los riscos, percibió la tensión que se cernía sobre la noche. Sus ojos rojos se encendieron con un fuego antiguo: no era miedo, sino desafío. Su dolor, acumulado durante siglos, se convirtió en fuerza, y su aullido resonó con tal intensidad que pareció desafiar a los mismísimos cielos. Cada nota estaba cargada de furia y amor, de ira contra los dioses y de devoción hacia la luna.

Los dioses decidieron entonces actuar con poder absoluto. Enviaron sombras que no solo buscaban herir, sino quebrar su espíritu. Relámpagos de energía divina rasgaron la noche, y los vientos se volvieron cuchillos invisibles que azotaban los riscos y los bosques. El lobo, mitad humano, mitad bestia, soportó cada ataque con la fuerza de su amor imposible, cada músculo tenso, cada latido de su corazón un acto de resistencia.

Desde lo alto, la luna brillaba más que nunca, creando un escudo que amortiguaba los ataques y envolvía al lobo en su luz. Su resplandor no podía detener por completo la ira divina, pero sí le daba un respiro suficiente para mantenerse firme. Cada destello parecía un mensaje silencioso: “No estás solo, sigue, resiste, ama”. El lobo respondió con un aullido que atravesó la noche, un grito que llevaba siglos de dolor y devoción, que desafiaba a los dioses y reafirmaba su vínculo con la luna.

La confrontación se volvió un choque de voluntades: la furia de los dioses contra la fuerza del amor imposible y la devoción del lobo, amplificada por la luz protectora de la luna. Cada impacto, cada ráfaga de energía, cada sombra que intentaba quebrarlo, solo reforzaba su determinación. Su dolor no disminuía; lo alimentaba, y en ese dolor encontró un poder que ningún castigo divino podía destruir.

Cuando finalmente la noche alcanzó su zenit, los dioses comprendieron algo que no podían ignorar: el vínculo entre el lobo y la luna no era solo un acto de amor, sino una fuerza que trascendía su autoridad. Su ira podía castigar, pero no podía extinguir la devoción que los unía. El lobo, exhausto pero inconmovible, permaneció en los riscos, mientras la luna brillaba sobre él, un testigo silencioso y protector de su sufrimiento y su amor imposible.




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