"Quien ama de verdad no teme morir, teme olvidar."
La noche se extendía como un manto pesado sobre las montañas. El aire estaba quieto, demasiado quieto, como si el mundo entero esperara un desenlace que ya no podía detenerse. Desde lo alto del risco, el lobo negro observaba la luna con ojos encendidos, desgarrados por un dolor que no era de carne, sino de alma.
Sus patas aún cargaban las marcas de antiguas luchas: cicatrices, mordidas, heridas que nunca sanaron del todo. Pero ninguna de ellas dolía tanto como aquella condena invisible que lo ataba a la soledad. Cada aullido que brotaba de su garganta era un juramento: no dejaría a la luna sola, no dejaría que la extinguieran.
La luna lo contemplaba en silencio. Su luz no era distante ni fría: brillaba como un corazón palpitante, como una promesa. No hablaba con palabras, pero en cada rayo que lo acariciaba había un mensaje claro: no te rindas, aunque debamos morir.
El lobo bajó la cabeza, jadeando. Sabía lo que se avecinaba. Los dioses no se quedarían inmóviles por siempre. Él había desafiado su voluntad con cada mirada a la luna, con cada instante de amor prohibido que los unía. Y los dioses no soportaban el amor, porque el amor era lo único que no podían controlar.
Un escalofrío recorrió la montaña. El lobo se irguió de golpe, los músculos tensos. El viento había cambiado de tono: ya no era un susurro, sino un murmullo de guerra. Era la señal. Los dioses venían.
El lobo alzó la vista hacia la luna una última vez, como buscando fuerza en ella. Y la encontró. Sintió un calor recorrer sus venas, como si su espíritu estuviera atado a la luz blanca que lo envolvía. En ese instante entendió que el sacrificio no era una posibilidad: era el destino.
Su corazón ardía de miedo y devoción. Moriría por ella. Mataría por ella. Y si los dioses lo arrancaban de la vida, al menos su sangre quedaría como huella, como herencia, para que otros lobos recordaran que la luna había sido amada, y que el amor, incluso prohibido, había resistido hasta el último aliento.
Un aullido rasgó la noche, más fuerte que nunca. No era un lamento ni un grito de dolor: era una llamada, una declaración, una sentencia contra los cielos. El eco se extendió por los bosques, por los valles, por los corazones de las bestias que lo escuchaban.
La luna brilló con más fuerza en respuesta. Y en ese cruce de miradas eternas, el pacto fue sellado: si caían, caerían juntos.