El Aullido Prohibido

capítulo 22: EL CHOQUE DE LOS DIOSES.

"Cuando los dioses temen al amor, es porque saben que ni siquiera su eternidad puede quebrantarlo."

El viento rugía como un presagio oscuro cuando el lobo negro descendió del risco hacia el valle. Sus heridas aún ardían, marcas de antiguas batallas contra fuerzas que nunca había pedido enfrentar. Pero esa noche no era como las demás: el cielo entero estaba dividido entre la penumbra y la luz, como si el universo mismo aguardara el desenlace de un destino imposible.

Los dioses habían descendido. No con forma humana, ni con alas doradas, ni con coronas resplandecientes. Eran sombras inmensas, cuerpos hechos de fuego y hielo, de oscuridad y trueno. Su sola presencia quebraba la tierra y desgarraba el aire. No necesitaban palabras: su odio por el lobo estaba escrito en cada grieta, en cada relámpago que iluminaba la noche.

El lobo alzó el hocico y aulló, no en súplica, sino en desafío. Aulló por la luna, que lo miraba desde lo alto, radiante y vulnerable. Aulló por el amor prohibido que lo había condenado, por la herida que llevaba clavada en el alma desde que los dioses lo arrancaron de su destino verdadero.

Entonces, el primer choque. Una de las entidades lanzó un rayo de fuego que cayó sobre él como un látigo ardiente. El lobo esquivó, aunque la llamarada rozó su costado, arrancando un gemido de dolor y dejando su pelaje chamuscado. El dolor era insoportable, pero no lo detuvo. Con un salto feroz, se abalanzó contra la sombra, sus colmillos brillando como acero al reflejo de la luna.

El impacto resonó como un trueno. La criatura retrocedió, pero no cayó. Otros dos dioses avanzaron, y el lobo supo que su lucha era inútil. No importaba cuántas veces mordiera, arañara o resistiera: eran eternos, infinitos. Sin embargo, algo dentro de él ardía más que la rabia, más que la desesperación: ardía el amor.

Cada herida que recibía se transformaba en fuerza. Cada golpe de los dioses se volvía combustible para seguir peleando. No era la furia lo que lo movía, sino la devoción por la luna. Su luz lo bañaba desde lo alto, y por un instante, sintió que sus fuerzas eran compartidas, que ella lo miraba no como espectadora, sino como compañera.

El valle se transformó en un campo de ruinas. Árboles quebrados, piedras reducidas a polvo, el aire vibrando con ondas de poder. El lobo sangraba, sus patas temblaban, pero aún permanecía en pie, desafiando lo imposible. Los dioses, irritados por su resistencia, rugieron al unísono. Y en ese rugido, el lobo comprendió que el final estaba cerca.

No huiría. No se rendiría. Su destino ya estaba escrito en la luna, y pelearía hasta que el último aliento se fundiera con el brillo de ella.

En la cima del cielo, la luna titiló con fuerza. Como si su espíritu hubiera decidido, en ese mismo instante, prepararse para bajar al lado de su amado.




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