"No es la muerte la que duele, sino morir sin haber amado lo suficiente."
El cielo estalló en llamas. Ráfagas de fuego, fragmentos de hielo y relámpagos azotaron la montaña. Los dioses habían descendido con toda su furia, con todo el poder que milenios de tiranía les habían otorgado. No era una simple lucha: era el intento de borrar de la existencia un amor que nunca debió ser.
El lobo negro se lanzó contra ellos, su cuerpo convertido en un torbellino de colmillos y garras. Cada golpe que recibía lo hacía tambalear, pero no retrocedía. El suelo temblaba bajo sus patas ensangrentadas, mientras las sombras de los dioses lo cercaban como lobos hambrientos.
Uno de ellos, con forma de sombra alada, lo golpeó con una lanza de relámpago. El impacto abrió una herida profunda en su costado. El dolor lo hizo gemir, pero en sus ojos encendidos no había rendición, solo furia y devoción. Se lanzó contra la criatura, hundiendo sus colmillos en su brazo etéreo, desgarrándolo con la fuerza de un condenado. El dios gritó, sorprendido por la ferocidad de la bestia, y retrocedió.
Pero otros lo rodeaban. Uno tras otro, los dioses lo castigaban con llamas, con cadenas de hielo, con vendavales que arrancaban los árboles de raíz. El lobo caía y se levantaba, jadeante, su pelaje empapado de sangre y ceniza. Cada respiración era un tormento, pero aún así seguía peleando. No por orgullo. No por odio. Peleaba porque sabía que la luna lo observaba, y que su sacrificio era la única muralla entre ella y la destrucción.
El cielo retumbó cuando un dios gigantesco, de cuerpo de roca incandescente, alzó su puño y lo estrelló contra el suelo. El lobo apenas pudo esquivar, pero la onda expansiva lo lanzó contra una roca. El impacto le quebró el aliento, y por un momento sus patas no respondieron. Allí, tendido, vio hacia arriba… y la luna lo miraba, radiante, llorando en silencio con su luz.
—No llores por mí —parecía decir su mirada roja, sangrante—. Llorarás cuando deje de luchar.
Con un rugido desgarrador, el lobo se levantó. Sus heridas lo hacían tambalear, pero su espíritu ardía más fuerte que nunca. Saltó contra el gigante, atravesando llamas, atravesando dolor. Mordió, arañó, destrozó lo que pudo. No era una victoria lo que buscaba. Era tiempo. Tiempo para ella, tiempo para amar incluso muriendo.
Los dioses rugieron con furia. Nunca imaginaron que un simple lobo resistiera tanto. Nunca imaginaron que la fuerza del amor pudiera desafiar la eternidad.
Y en medio de ese caos, la luna titiló con un brillo más fuerte que nunca. Una luz blanca descendió como un suspiro, como un susurro. Ella estaba preparándose para lo inevitable.
El lobo lo entendió. El sacrificio estaba cerca.