"Amar es elegir morir dos veces: una en el cuerpo, y otra en el recuerdo."
El valle ardía. La tierra estaba abierta en grietas, los árboles reducidos a ceniza, y el cielo era un océano de relámpagos y fuego. Los dioses rugían, seguros de que su victoria estaba cerca, porque el lobo negro apenas se mantenía en pie.
Su cuerpo era un mapa de heridas. El pelaje ennegrecido por las llamas, las patas sangrando, los ojos rojos ardiendo como carbones moribundos. Cada respiración era un cuchillo que le atravesaba el pecho, pero aún así se negaba a caer. Miraba la luna, siempre la luna. Ella era su fuerza, su ancla, su razón de seguir levantándose.
Entonces, ocurrió lo imposible.
La luna descendió.
No como un astro inmenso que partiera la tierra, sino como un espíritu, un resplandor blanco que tomó la forma de un lobo de luz. Sus ojos eran claros como el amanecer, y cada paso que daba hacía temblar a los dioses. No bajaba para destruir, bajaba para amar. Para estar junto a él en su última batalla.
El lobo negro la miró, y por un instante el dolor se desvaneció. El tiempo se detuvo. No importaban los dioses, no importaba el mundo: estaban juntos. Ella apoyó su frente luminosa contra la de él, y en ese contacto, todo el universo se quebró.
La ira de los dioses fue inmediata. Conjuraron cadenas de sombra y lanzaron rayos de fuego. Pero la luna no tembló. Rodeó al lobo negro con su luz, compartiéndole su fuerza. Él quiso negarse, quiso rugir que no sacrificara su brillo por él… pero en sus ojos entendió que ya no había elección.
El sacrificio debía ser mutuo.
El lobo lanzó un aullido que desgarró el cielo, y ella lo acompañó con un resplandor que iluminó las montañas. Su unión estalló en ondas de poder que barrieron a los dioses, fragmentando sus cuerpos eternos en millones de pedazos. Cada fragmento se elevó al cielo, convertido en estrella. Y así nació la bóveda celeste: un cementerio de dioses vencidos por un amor imposible.
El precio, sin embargo, fue devastador. El lobo negro cayó, exhausto, sus fuerzas abandonándolo. La luna, con su luz debilitada, lo sostuvo en sus últimos latidos. Y cuando él cerró los ojos, ella hizo lo mismo.
Se fueron juntos, entrelazados en un último abrazo.
La luna regresó al cielo, ya no como espíritu completo, sino como un recuerdo, un reflejo de lo que fue. El lobo, aunque muerto, dejó su eco en la tierra, un eco que viviría en cada aullido.
Y desde entonces, cada vez que un lobo aúlla a la luna, no lo hace para llamar a la noche, sino para recordarle que el amor, incluso prohibido, fue más fuerte que los dioses mismos.