"Hay voces que no nacen en la garganta, sino en el vacío que deja la muerte."
El pueblo dormía bajo el manto de la niebla. Calles estrechas, casas de piedra, campanas que ya no sonaban porque nadie se atrevía a tocarlas de noche. La gente sabía —aunque fingía olvidar— que en las horas en que la luna se ocultaba tras las nubes, algo caminaba entre las sombras. No era un cuerpo, no era un animal: era un susurro.
Un espíritu, condenado a vagar, lloraba entre los muros olvidados de un antiguo cementerio. Nadie escuchaba su voz, salvo un muchacho que, incapaz de dormir, buscaba consuelo en el silencio nocturno. Se llamaba Adrien, y era un simple humano, sin linaje noble ni dones que lo hicieran distinto. Pero tenía un corazón curioso, demasiado sensible al misterio, demasiado dispuesto a escuchar lo que otros temían.
Y así ocurrió: en una de esas noches de niebla espesa, oyó por primera vez la voz. No era grito ni canto, era un murmullo suave, quebrado, como si cada palabra se arrastrara cargando cadenas invisibles. No entendió lo que decía, pero la escuchó en lo más profundo de su alma. Era dolor, era amor, era soledad. Y ese instante bastó para que nada volviera a ser igual.
La voz pertenecía a Elyra, un espíritu perdido en la frontera de los mundos. Su historia había sido arrancada del tiempo; nadie recordaba su rostro, ni la razón de su condena. Solo quedaba su presencia, ligera como el humo, frágil como la brisa. Y sin embargo, en sus palabras había una ternura que atravesaba la muerte.
Adrien respondió. Al principio con silencio, luego con preguntas, después con confesiones. No sabía si hablaba con un eco o con una ilusión, pero no podía apartarse. Y Elyra, sorprendida, lo escuchó. Nadie la había escuchado en siglos. Nadie le había respondido nunca.
Así nació un vínculo imposible.
Un humano de carne y hueso, condenado a morir.
Un espíritu de voz y memoria, condenado a no vivir.
El velo entre ellos era cruel: si Adrien cruzaba, perdería su alma; si Elyra tocaba la tierra, desaparecería en cenizas. Y sin embargo, entre sus palabras surgió algo más fuerte que la condena: surgió el amor.
El pueblo, ajeno a su secreto, aún rezaba para que los muertos descansaran. Pero las oraciones nunca alcanzaban, porque a veces lo que muere no es el cuerpo, sino la oportunidad de amar.
Esa era la maldición de Elyra. Ese sería el sacrificio de Adrien.
Y en la oscuridad, entre susurros, ambos comenzarían una historia destinada a terminar en tragedia.