"Cuando los dioses miran, no necesitas ver sus ojos: el mundo mismo tiembla."
La tarde caía sobre el pueblo, bañando las casas de piedra en un resplandor rojizo. Adrien caminaba por el sendero del río, buscando el único lugar donde aún podía escuchar con claridad la voz de Elyra: entre la corriente y la bruma.
El aire estaba pesado, cargado de una tensión invisible. El canto de los pájaros había cesado; incluso el murmullo del agua parecía apagado, como si la naturaleza contuviera la respiración. Adrien lo notó y se detuvo.
—Elyra… ¿lo sientes?
El viento se agitó con violencia, y la voz de ella llegó entrecortada, casi temblorosa:
—Sí… Ellos están aquí. Nos observan.
Adrien dio un paso hacia atrás. Un escalofrío recorrió su espalda cuando vio que, en la superficie del río, no se reflejaba su rostro. Donde debía estar su figura, había un vacío negro, un hueco en el agua.
El joven retrocedió con el corazón desbocado.
—¿Qué significa eso?
Elyra respondió con un lamento apenas audible:
—Es el primer presagio. Te están borrando no solo de las memorias, sino también de los espejos del mundo. Quieren arrancarte de toda forma de existencia.
Adrien cerró los ojos un instante, respirando hondo, mientras la ira reemplazaba al miedo.
—Que lo intenten —dijo—. No me apartaré de ti.
Entonces, el cielo se oscureció de golpe. Una nube negra cubrió el sol, y un rayo cayó a pocos pasos de donde Adrien estaba, desgarrando un árbol en dos. Las llamas brotaron de la madera rota, pero el fuego ardía de un modo extraño: no iluminaba, solo consumía.
Elyra gritó, una súplica en su voz incorpórea.
—¡Corre! ¡Es su advertencia!
Adrien, en vez de huir, se quedó de pie frente al árbol humeante. Miró hacia arriba, desafiante, sabiendo que los dioses lo contemplaban desde lo alto.
—¡No voy a dejarla! —gritó, con una fuerza que desgarró su garganta.
El eco de su voz se perdió en el cielo encapotado. Y por un instante, un silencio absoluto lo envolvió todo.
Luego, Elyra habló, temblando entre miedo y esperanza:
—Adrien… con esas palabras, has hecho algo que pocos mortales han hecho jamás: has retado a los dioses.
Y en ese instante, un nuevo lazo invisible se tensó entre ambos. El aire se llenó de un brillo tenue, como brasas flotando. El presagio no era solo una amenaza: también era la señal de que la batalla había comenzado.