El corazón me pesaba tanto que apenas podía caminar. Con cada paso que daba por la familiar avenida adoquinada, el paisaje parecía menos colorido, la música de los músicos callejeros menos alegre y la vida, en general, más gris. Recordé la risa de Alejandro, los paseos a la luz de la luna y las promesas de amor eterno. Todo eso, ahora, era una burla cruel de la vida.
Antes de llegar a la oficina, siempre pasaba por una pequeña plaza en cuyo centro se alzaba una vieja fuente. Era una costumbre, un ritual de buena suerte, arrojar una moneda cada mañana y pedir un deseo en silencio. Hasta entonces, mis deseos siempre habían sido triviales, como un buen día en el trabajo o que la lluvia no arruinara mi nuevo peinado. Hoy, sin embargo, mi deseo era uno mucho más profundo y doloroso.
Con una moneda de diez centavos en la mano, me acerqué a la fuente. El agua en la fuente brillaba bajo el tenue sol matutino, y por un momento, me sentí atraída por la tranquilidad que irradiaba. En la superficie, el reflejo de mi rostro mostraba una expresión sombría, con los ojos rojos de tanto llorar y las mejillas húmedas de las lágrimas recién derramadas.
Miré la moneda en mi mano, tomé una profunda bocanada de aire y cerré los ojos. Con un murmullo casi inaudible, le susurré al viento mi deseo. "Quiero volver a tener otra oportunidad para ser feliz", decía, con cada palabra llenando el aire con un anhelo palpable. Lanzé la moneda al agua, donde causó un pequeño remolino antes de desaparecer bajo la superficie.
El resto del día pasó como un borrón, un desfile interminable de tareas y responsabilidades que hice en piloto automático. Pero cuando finalmente llegué a casa y me desplomé en la cama, el sueño no me encontró fácilmente. Mi mente vagó por los recuerdos, pero finalmente, el cansancio se apoderó de mí.
Me encontré en un paisaje de ensueño, dominado por un mar brillante bajo un cielo azul oscuro lleno de estrellas. En la lejanía, una figura se aproximaba. Un hombre, alto y de cabello azul como el océano, vestido con ropajes que parecían hechos de agua en movimiento. En su rostro había una sonrisa enigmática y en sus ojos, un brillo que recordaba a la luna reflejada en el agua.
"Te he escuchado", comenzó, su voz sonaba como el susurro de una cascada a lo lejos. "Soy el dios del agua, y tú, querida, me has despertado."
A pesar de la extrañeza del sueño, una extraña calma se apoderó de mí. Y aunque tenía muchas preguntas, en ese momento, solo una parecía importar.
"¿Podrás hacer que mi deseo se haga realidad?", pregunté, la voz temblorosa pero decidida.
El dios del agua me miró durante un largo y tenso momento, y luego, con una sonrisa aún más misteriosa, simplemente dijo: "Veremos".
Entonces, me desperté.