Nuestra vida transcurría en un ritmo de paz y felicidad, tan constante como las olas del mar. Los días se llenaban de risas y las noches de sueños compartidos. Sin embargo, a pesar del amor y la tranquilidad que nos rodeaba, una sombra comenzó a formarse en el horizonte.
Uno de esos días, mientras paseábamos por la orilla del mar, Daniel se detuvo abruptamente, su expresión tornándose seria. Observé cómo su mirada se fijaba en el horizonte, en las olas que se agitaban con más fuerza de lo habitual.
"¿Qué ocurre, Daniel?" le pregunté, apretando su mano con fuerza. Mi voz estaba llena de preocupación. Había algo en su mirada, un brillo inusual que me preocupaba.
"Hay una tormenta en camino, Sofía." Su voz era baja, casi un susurro. "No una tormenta ordinaria, sino una de una magnitud que no hemos visto en mucho tiempo."
Sentí un nudo en mi estómago. "¿Cómo sabes eso?" pregunté, aunque sabía la respuesta. Él era el dios del agua. Podía sentir las mareas, leer las corrientes, percibir las tormentas mucho antes de que llegaran.
"Lo siento en el agua." Respondió, su mirada todavía fija en el mar. "Y temo que no solo es una tormenta física, sino también una espiritual."
Al oír sus palabras, una oleada de inquietud me invadió. Si Daniel estaba preocupado, entonces había razón para alarmarse. "¿Podemos hacer algo al respecto?" pregunté, buscando su mirada.
Daniel me miró entonces, su expresión suavizándose un poco. "No lo sé, Sofía." Admitió. "Pero tenemos que estar preparados para cualquier cosa. No podemos tomar esto a la ligera."
Así que eso hicimos. Nos preparamos para la tormenta que se avecinaba, sin tener idea de lo que realmente significaba. Y a medida que los días pasaban, la sensación de inquietud crecía, como una marea que sube, amenazando con arrastrarnos en su furia.