El silencio que siguió a mis palabras fue interrumpido por la risa suave de Daniel. No fue una risa burlona ni vacía, sino una risa cargada de afecto y comprensión. Se giró hacia mí, su mirada encontrándose con la mía.
"Sofía, tú eres mi familia", dijo, su voz resonando con sinceridad. "Y quiero poder formar una familia contigo. Quiero ver a nuestros hijos crecer, quiero envejecer a tu lado. Y eso es algo que no puedo hacer como inmortal."
Las palabras de Daniel resonaron en mi pecho, una calidez difusa llenando mi corazón. Pero había una pregunta que seguía atormentándome, una duda que necesitaba ser respondida.
"¿Y qué pasará con los deseos de las personas?", pregunté, mi voz apenas un susurro. "Si te vuelves mortal, ¿quién despertará cada mañana para otorgarlos?"
La sonrisa de Daniel se desvaneció, siendo reemplazada por una expresión de seriedad. "Esa es una pregunta que he estado haciéndome a mí mismo", admitió. "Pero creo que la verdadera felicidad viene de encontrarla por uno mismo, no de deseos concedidos por un dios del agua."
"¿Y si lo necesitan, Daniel? ¿Y si su única esperanza es un deseo?"
"Entonces, será nuestro trabajo enseñarles a encontrar la felicidad en las pequeñas cosas, a luchar por sus sueños", dijo Daniel, apretando mi mano. "Porque al final, esos son los deseos que realmente importan, los deseos que hacen que valga la pena vivir."