“Sofía…” comenzó Daniel, su voz sonaba temblorosa pero firme, “¿qué pasará con los deseos de las personas?”
Su pregunta parecía una reverberación de mis propias palabras anteriores, y a pesar de que mi corazón latía con fuerza en mi pecho, me obligué a mantener la calma. Daniel estaba asustado, y no podía culparlo. Después de todo, estaba enfrentándose a un cambio monumental, uno que lo ataría a la mortalidad y a mí.
"Dije lo que dije porque creo en ello, Daniel", respondí con sinceridad, buscando su mirada. "Pero también te escuché a ti y comprendo lo que quieres. Sólo estoy tratando de encontrar un punto medio."
Vi su rostro suavizarse, los músculos de su mandíbula relajarse ligeramente mientras consideraba mis palabras. Esperé en silencio, dándole tiempo para procesar todo.
"Soy mortal, Daniel." Comencé de nuevo, mi voz apenas un susurro. "Y aunque la idea de la eternidad contigo es tentadora, mi vida, al final del día, no es eterna. Mi tiempo se acaba, día tras día, poco a poco."
El silencio que siguió a mis palabras fue absoluto, como si cada sonido en la habitación contuviera la respiración para escuchar.
"Cuando lleguemos a la vejez, me gustaría convertirme en agua." Confesé, mi voz apenas audible. "Así, podrías cumplir mi último deseo. Así, podrías seguir concediendo los deseos de aquellos que arrojan monedas en tu fuente."
Sus ojos se encontraron con los míos, llenos de miedo y amor, una mezcla dolorosamente hermosa. Pasaron unos minutos antes de que asintiera, sus ojos nunca abandonaron los míos.
"Está bien, Sofía." Aceptó finalmente, su voz un susurro cargado de emociones. "Hagámoslo."
A pesar del miedo y la incertidumbre, sentí que algo dentro de mí florecía, una semilla de esperanza que acababa de plantarse. No sabíamos cómo resultaría esto, no sabíamos si los dioses antiguos nos permitirían tal audacia, pero sabíamos que estábamos dispuestos a intentarlo, juntos.