El báculo mágico (#2 saga Siete Rosas)

Capítulo 10 - Quien soy, quien debo ser

Romeo:

Quien soy no te lo digo con un nombre.

[...]

Julieta:

Aún no han bebido cien palabras tuyas

mis oídos y ya te reconozco.

(Shakespeare, Romeo y Julieta)

 

   En la mañana siguiente yo no quería acordarme de ninguno de los recientes entrenamientos: me resultaba demasiado doloroso. En cambio, centré toda mi energía en descifrar los acertijos que Ania y el joven del Reino del Agua nos habían revelado, o al menos lo intenté.

   "..."

   No se me ocurría nada.

   Aquel debía de ser el apogeo de un bloqueo mental: cualquier razonamiento que estuviera a punto de originarse acababa en una bruma total.

 

   [–Ania, no es nuestro asunto –dijo él, y acarició la mejilla de la chica de catorce años–. Teníamos una misión aquí y la hemos cumplido, del resto se encargará ella.

   –Sí –respondió Ania con una sonrisa, aunque no dejó de mostrar tristeza en sus ojos–, ella la guiará, igual que nos ha guiado a nosotros]

 

   Ella. Ante aquel recuerdo me imaginé nada más y nada menos que la sombra de un guerrero, de una luz protectora. ¿Quién era esa persona? ¿Quién era el aliado que nos enviaba estas pistas?

   "¿Habrá tenido mi hermana el tiempo suficiente para hacerse adeptos en la Tierra?", me pregunté, pero enseguida se me tornó una tontería. ¿Qué clase de alianza humana podría servirle con un mago?

    Amalia, atendiendo a la lógica, había estado el tiempo suficiente en la Tierra como para crear el arma, fragmentarla y esconderla. Además, de alguna forma, creó hechizos o maldiciones que las protegían de ser encontradas por otros humanos o por el mismísimo Samvdlak. Al mismo tiempo, esta magia que ella había dejado impregnada en los objetos actuaba como un imán para con mi propia energía. Lo sabía porque, siempre que no tuviera que dejarle mi mochila a alguno de mis compañeros, percibía la suave y cálida vibración que la flor del desierto emanaba.

   Hasta el momento no me había atrevido a verla. La dejaba en el fondo del morral, envuelta en algunas prendas que todavía no había tenido la necesidad de usar. Por un lado, sentía que, exponiéndola a la luz del mundo, estaría mostrándole a nuestros enemigos su ubicación: como encender una fogata en las trincheras. Por el otro, me aterraban los cambios que el contacto con aquellos elementos provocaría en mí. Ya de por sí estaba asustada por lo que la magia me estaba haciendo, pues no solo me sentía diferente físicamente.

   Mi propio temperamento, de alguna forma, estaba cambiando. Por aquellos días, si me hubieran preguntado quién soy, habría dudado un poco al contestar; no porque hubiese olvidado cuál era mi papel en el mundo, sino porque la cantidad de cosas que había visto y que entendí que todavía me faltaban ver, y las muchas otras que jamás vería, me hacían sentir que esa pregunta era ahora mucho más abarcadora que nunca.

   Sacudí la cabeza. Amalia estaba muerta, pero la voluntad que me había legado nos guiaba y resguardaba en un camino que, sin pedirlo, estuvo marcado desde el día en que nací. Era lógico pensar que ella estaba detrás de los fenómenos y eventos que resultaban misteriosos. Pero si así era, no entendía por qué hacía las cosas tan complicadas. ¿Por qué no decirme dónde estaban las partes del arma puntualmente y cómo sortear las trampas que estaban dispuestas para nuestro enemigo? Y lo que más me inquietaba: ¿por qué había esperado tantos años para revelarme la verdad?

   "¿Por qué tanto misterio?", le pregunté alzando la cabeza.

   El cielo comenzaba a perder el tono rosa azulado de la madrugada, y pronto un amarillo anaranjado e intenso bañó el interior del bosque a través del poroso enramado de los cedros. Me di cuenta de que había perdido casi media hora haciéndome preguntas solo para acabar con muchas otras más, y eso me hizo sentir hastiada.

   Shieik volvió del mercado poco después y preparó el desayuno mientras Sazae tallaba unos palos con una cuchilla. Quise preguntarle por qué no lo hacía con magia, pero luego recordé que ella había vivido como humana mucho más tiempo que como frarlkunst. Probablemente algunas costumbres eran difíciles de olvidar.

   Yo luchaba contra el mal humor causado por mis pensamientos y el dolor físico. Las piernas me temblaban mientras intentaba calzarme un zapato, tanto así que desistí y lo arrojé por encima de mi cabeza. Estudié mis pies y advertí que estaban llenos de ampollas. Hice una mueca mientras recordaba las prácticas para usar los altísimos zapatos tradicionales de Shiteho: esas sí habían sido verdaderas ampollas, aunque inútiles dado que por mi altura yo no los necesitaría hasta la coronación. Realmente me sentía tentada a entrenar descalza, pero sabía que, al menos durante el combate con palos-espadas, sería muy peligroso.

   Mientras Sazae se preparaba para el entrenamiento le pedí que me ayudara a traer mi espada de vuelta y la sostuve firmemente frente a mis ojos. No había nada que te advirtiera cuándo iba a desaparecer, salvo un mal presentimiento, como cuando tu pariente más querido anuncia que se marchará a un lugar muy lejano y tú no llegas a despedirlo. Esta vez la estaba haciendo durar más de lo usual: llevaba contando más de cinco minutos mientras no le apartaba la vista; pero justo cuando empezaban a dolerme los ojos, unas centellas pálidas chisporrotearon entre mis manos.

   –No, no, no...

   Redoblé mis esfuerzos para mantenerla, pero era como intentar detener la lluvia con las manos. La espada se consumió desde la punta como si la borrara un corrector mágico. Me sentía frustrada y triste, aunque ya sabía lo que iba a pasar.

   –Hace un esfuerzo terrible por mantenerla en su forma física.

   –Es que de otra forma desaparece al instante –le respondí a Sazae.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.