El báculo mágico (#2 saga Siete Rosas)

Capítulo 12 - En la oscuridad

¡Sería la manera

de hallar más exquisita su hermosura!

[...]

No olvidarán los que se quedan ciegos

el tesoro perdido de sus ojos:

muéstrame la más bella entre las bellas,

¿de qué me serviría su belleza

si no para leer como en un libro

que hay otra más hermosa que la hermosa?

¡Adiós! No sabes enseñar olvido

(Shakespeare, Romeo y Julieta)

   Todavía era de día cuando me incorporé de golpe. El ambiente estaba helado a pesar de la estación, y se me puso la piel de gallina. El cielo permanecía con el mismo tono ceniciento, pero no parecía que fuese a seguir lloviendo.

   Miré a mi alrededor, sin estar segura de lo que buscaba. Por unos instantes me sentí desorientada. No sabía dónde estaba.

   Mi corazón latía con fuerza mientras una terrible conjetura se apoderaba de mí. Era como si una daga me hubiese atravesado el pecho, como si me encontrara frente a las ruinas del mundo risueño que creí haber abandonado cuando descubrí que era la niña de la profecía.

   Ahora entendía que ese mundo realmente acababa de terminar.

   Me levanté con un temblor y me precipité hacia el féretro, temerosa. La rosa tallada había desaparecido. Cuando vi que la tierra comenzaba a ocultarlo, y que Shieik no pensaba detenerse, sentí que la realidad se tornaba distante. Solo entonces, completamente de pie, me di cuenta de que me dolía todo el cuerpo. Me temblaban tanto las piernas que perdí el equilibrio y caí de rodillas sobre el suelo. El dolor podía palparse, pero no sabía si era físico o emocional. Era como si alguien me hubiera destrozado todos los sentidos.

   Shieik terminó con su trabajo, cubriendo el ataúd rojo con una capa rectangular de tierra. Lo oí susurrar, después de hacer crecer unas dragonarias color bermellón sobre la tumba.

   –Dem eis taiskosnas dur raskonirnani com dimir yananitsuna ne dur supsko raskonirar –luego tradujo para mí–. Que los dioses te honren como tu gente no te supo honrar.

   Me puse en pie con torpeza, golpeando accidentalmente el filo de mi espada con el pie.

   "Lo lamento, Kalel", pensé, recordando al criador de caballos y el mensaje que me había confiado para Sazae. "No pude decírselo"

   Todo parecía irreal, salvo el dolor que estrujaba cada parte de mi cuerpo y lo hacía estremecerse. Hacía tan solo unas horas todo estaba tan bien, tan perfecto.

   Rindiéndome ante la presión que me lastimaba la garganta me volteé, escondí el rostro en mis manos y comencé a llorar sin consuelo. Sentí que Shieik se me acercaba, y antes de dejarle proferir siquiera una palabra, lo aparté con brusquedad, hundiéndome en mi pena.

   No podía aceptar que ella muriera. No podía aceptar que se hubiese ido porque si lo hacía, ¿en qué podría creer? En un mundo cruel y despiadado que tomaba vidas a su parecer.

   Colérica, volví mi rostro empapado hacía el cielo y grité:

    – ¡¿Por qué me elegiste a mí?! ¡¿Por qué a ella?! ¡Dime!

    Shieik volvió a intentar acercarse, pero no escuché una respuesta de aquella persona a quien me dirigía, de ninguna, porque no solo le gritaba a mi hermana. Quería que los dioses me dieran una señal, cualquier cosa, que indicara cuán necesario había sido esto. ¿Qué tipo de justificación tenía su muerte? Aunque, si me la hubieran dado, probablemente tampoco habría sido suficiente.

   – ¡Ella no se lo merecía!

   Ninguna justificación sería suficiente.

   Una energía temblorosa me acarició la espalda, y vi a Shieik junto a mí. Me invadió una sensación rara e inexplicable cuando me di cuenta de que se había despojado por completo de su máscara. De hecho, mi arrebato lo había pillado desprevenido. No lograba descifrar la extraña expresión de su rostro. Vacilante y dubitativo, a la espera de que le diera la menor señal.

   –Ella no lo merecía...

   En cuanto nuestras miradas se cruzaron totalmente, pude entenderlo. Como siempre, la mueca de su boca parecía formar una expresión molesta o adusta, igual que su entrecejo fruncido y el cuerpo tenso, alerta. Pero sus rasgos ya no me resultaron tan amenazadores como en otras ocasiones.

   Su rostro era ilegible, opaco, tan inescrutable como el de la misma oscuridad. Pero sus ojos, vidriosos, claros y brillantes, se estremecían con miedo, dolor y sinceridad. El frarlkunst arrogante, molesto y severo se había escondido para dejar salir al niño que no pocas veces había logrado contener.

   Estaba herido, igual que yo, y sufría, casi tanto como yo. Casi. Pero lo que sus ojos reflejaban con mayor claridad, era la confusión que le generaba aquella situación: no sabía qué hacer ni qué decirme.

   Probablemente Shieik estaba más acostumbrado a ser consolado que a tener que consolar. Lo comprendí, pero no tenía energías para enseñarle. Yo también me despojé de mi máscara. Me acurruqué y lloré al abrigo de su abrazo hasta que, al cabo de un rato, exhausta, el sueño me alcanzó.




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