Dos estrellas magníficas del cielo
ocupadas en algo allá en la altura
les piden a sus ojos que relumbren.
¿No estarán en su rostro las estrellas
y sus ojos girando por el cielo?
[...]
Decirte adiós es un dolor tan dulce
que diré buenas noches hasta el alba.
(Shakespeare, Romeo y Julieta)
Los días siguieron de la misma manera, y en total pasamos más o menos cinco jornadas más viajando en tren. Paramos en varios pueblos, tanto para entrenar como para cambiar de línea, siempre atentos a las miradas de los demás. Usábamos los vagones comunes, esos donde la gente apenas tenía sitio o donde ni siquiera había asientos, y evitábamos las diligencias donde pidieran identificación.
Con el tiempo comencé a acostumbrarme a la vida de las personas ordinarias: el calor constante, el mal olor, el vocabulario vulgar e ilícito, y la fortaleza que tenían para subsistir en condiciones insalubres. Me hizo dar cuenta de cuán acomodada había estado viviendo, siempre entre doseles y doncellas, siempre entre la opulencia y la demasía.
También, comenzaba a sentir una irracional envidia hacia Shieik. Él permanecía siempre en calma, siempre altivo y agraciado. Aún si su mirada se perdía en un punto que nadie llegaba a distinguir, Shieik tenía algo que ningún humano a nuestro alrededor podía imitar. Quizás se debía a su color de piel y sus ojos pálidos, o a las nuevas ropas que él materializaba (las cuales siempre estaban limpias y perfumadas). Yo en cambio me conformaba con encontrar balnearios, algún río poco profundo o una posada, y solo contaba con el pequeño repertorio de mi mochila y la ropa de entrenamiento. Pero lo que más me molestaba era esa constante calma, que nunca llegaba a ser pacífica, sino contenedora de una terrible tempestad; yo ni de eso era capaz.
Nos adaptamos a una rutina simple pero estricta. En la mañana, me esforzaba por mejorar mi control de los elementos. Después, al anochecer, luchaba contra Shieik con falsas espadas. Por supuesto siempre priorizábamos el entrenamiento mágico, pero la lucha era un ejercicio al que sí o sí tratábamos de dedicarle, por lo menos, un par de minutos. Lo considerábamos un adiestramiento físico, psicológico y anímico.
Cuando bajamos del último tren ya no tuve la necesidad de meditar. Llegué a dominar ejercicios como daga de viento y vórtice, este último tanto de agua como de aire, aunque ni por asomo llegaban a ser lo suficientemente poderosos como para lastimar a alguien. También le enseñé a Shieik que mi espada ya no desaparecía (de hecho, ahora tenía el problema de que no podía hacerla desaparecer), para que se sintiera seguro en caso de que alguien me atacara y él no estuviera cerca. Estaba preparada, al menos para ahuyentar a mi enemigo y huir.
Con la espada adquirí confianza y velocidad. Mis golpes se hicieron más terminantes, y ayudó que viera en Shieik el rostro de Samvdlak a la hora del enfrentamiento. Por supuesto siempre fui derrotada, pero al final yo no era la única agotada. Mis puntos débiles eran, definitivamente, los bloqueos. Solía olvidarme de que en cuestión de fuerza física yo estaba en desventaja y reaccionaba bloqueando las estocadas de Shieik. Con el tiempo descubrí que, silenciosamente, él me iba instruyendo y formando en el arte de la espada: cada pelea suponía un reto que él ideaba con gran creatividad, y cada derrota traía consigo una moraleja y una valiosa lección. Él solía decirme que el secreto de superarse a uno mismo es esforzarse en lo que hacemos bien, y esforzarnos el doble en lo que no nos sale, por ello siempre insistía sobre mis falencias.
Shieik estaba lleno de ese tipo de contradicciones, siempre instigándome a ir más allá de mis límites y a la vez regañándome cuando daba rienda suelta a mis instintos. Era frustrante, porque sentía que jamás estaría a la altura de sus expectativas. Pero de la absoluta nada me propinaba un suave coscorrón y me despeinaba, felicitándome, incluso si segundos antes me estaba dando una regañina.
Cada día él parecía soltarse un poco más. Cada día era un poco menos Shieik el frarlkunst y más Shieik mi protector, mi compañero.
Pero cada día sentía que lo entendía menos.
Estaba acostumbrada al Shieik malhumorado: al arrogante, presuntuoso, agresivo y peligroso Shieik que había conocido en la escuela. Este nuevo Shieik era un extraño para mí, me hacía sentir incómoda. Era alguien a quien podría acudir, con quién podría hablar, pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Tampoco podía saber si él quería que yo me acercara, pues me era tan difícil descifrar sus pensamientos como lo sería con un pedazo de hielo seco. Era terriblemente cambiante, inestable.
Desconcertante.
Solo nos quedaba un pueblo por visitar: Siracusa. Luego continuaríamos hacia el sur, hacia la gran ciudad costera Fira. En Siracusa, Shieik intentó encarar mi actitud de los últimos días. Estaba preocupado. Dijo que cada vez que hablaba sentía que mi voz era la de un fantasma, sin luz, como si ya no les encontrara el sentido a las cosas.
La verdad, es que sus deducciones no distanciaban de la realidad.
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Editado: 02.12.2020