El báculo mágico (#2 saga Siete Rosas)

Capítulo 19 - La aldea escondida

Aquel que se mofa de las desgracias ajenas,

es porque nunca las ha sufrido en sus carnes.

(William Shakespeare, Romeo y Julieta)

 

Me aparté con brusquedad de Shieik al tiempo que Neko se acercaba a los saltos y se colocaba frente a mí, agazapada. Escondí mi espada en el morral, tomé aire y observé al particular anciano que había aparecido frente a nosotros, la primera persona que veíamos en días. Era de baja estatura, piel oscura y arrugada como una vieja manta. Sus ojos, de un negro brumoso, estaban hundidos en su rostro sobre una sonrisa inexpresiva.

–Disculpen –nos llamó con una voz gangosa, como si el sujeto tuviera los lados de la nariz pegados al tronco. Hablaba mi idioma–. ¿Están perdidos? –preguntó.

–No, no estamos perdidos –respondió Shieik, tajante.

–Eh, pero ¿qué hacen aquí parados, en medio del camino?

–Mi compañero cayó en una trampa para animales y…

Shieik me pegó un codazo para que me callara.

–Entiendo, bueno, sabía que este viejo agarraría algo: a veces los más fáciles son los más certeros –dijo el anciano. Tomó los restos de la soga y la acarició como si se tratara de un recuerdo añorado.

Hipnotizada por su actitud tan singular, me sobresalté al sentir que Shieik me arrastraba detrás de él. Había una tensión en el aire que antes no había advertido, como si los acontecimientos se reflejaran en un espejo que en cualquier instante podía hacerse añicos. El peligro se cernía a nuestro alrededor, así como la sensación de que alguien nos observaba.

–Bien, nosotros nos marchamos.

– ¡No! Por favor, déjenme hospedarlos. Se acerca una tormenta y es peligroso para dos jóvenes andar solos por este largo camino.

Alcé mi mirada al cielo. Estaba despejado y brillante, aunque de un tono anaranjado y sombrío por el inminente crepúsculo. No había indicios de tormenta más que unas nubes solitarias color ocre a la distancia. Además, me costaba creer que hubiera aldeas en un lugar como aquel. ¿A dónde quería llevarnos ese anciano? ¿Y de dónde había salido?

–Estoy seguro de que estaremos bien –gruñó Shieik.

–Pero ¿no ven cómo vuelan las aves en el cielo? El canto de los turacos lo dice. ¡Ellos conocen la ferocidad de la tempestad que se avecina!

Neko lo miró con una ceja alzada, como si pensara que se le había zafado un tornillo. Por otro lado, Shieik me obligó a permanecer detrás de él todo el tiempo. El aura de aquel sujeto, aunque no pudiese verla, parecía transformarse a medida que nos poníamos alerta. Sobre nosotros, solo sobre nosotros, revoloteaban unas aves diminutas que emitían un chillido parecido al graznido de un cuervo.

–Nos vamos ahora –dictaminó Shieik. Comenzó a retroceder, sin perderlo de vista.

–Oh, no, no deben irse. No, no se irán.

–Intente detenernos.

Mi compañero tensó los brazos y su aura comenzó a expandirse con una presión electrizante, a punto de lanzar un ataqué en todas direcciones. Aferré el brazo con el que me mantenía detrás de él e intenté llamar su atención antes de que hiciera alguna locura; pero justo entonces advertí un movimiento por el rabillo del ojo.

–Shieik, mira.

–Lo sé.

Mientras el frarlkunst y el anciano discutían, un numeroso grupo de hombres y jóvenes adultos se había forjado a nuestro alrededor. Shieik se preparó para defenderse, definitivamente valiéndose de la magia, y eso era lo que más me preocupaba. También Neko pensaba luchar. En su lomo, el dibujo de las dos alas comenzó a lanzar centellas.

–Shieik, no. –Volví a tirar de él y le eché una mirada de reproche a la jikán–. No puedes usar magia, son solo humanos.

– ¿Y qué esperas que hagamos? No creo que quieras matarlos, y eso es lo que tendré que hacer si saco mi espada del aire. Al menos una ráfaga de viento sería menos evidente.

–Vayamos con ellos –sugerí.

– ¿Estás loca?

–Quizás los hemos encontrado por un motivo, como a la señora Diógenes. Siempre podemos huir si presientes peligro.

–Ya presiento que nos meteremos en un buen lío.

Mientras hablábamos, los extraños se acercaron a nosotros. El anciano les dio órdenes en un idioma que, aunque me resultaba conocido, me costó bastante entender.

De pronto sentí manos que me tomaban con firmeza por los brazos. Al volverme, vi que el grupo se cernía cada vez más cerrado a nuestro alrededor. Podía percibir el olor intenso de sus cuerpos, como a hierbas. Todos eran de gran estatura y delgados, pero también eran muy fuertes y había algo feroz en su actitud. Llevaban poca ropa, pero estaban ataviados con joyas y cintas de colores.

“¿De dónde diantres han salido estas personas?”, me pregunté.

El anciano parecía un nativo de Tsuinarra, pero los jóvenes y adultos tenían una apariencia desconcertante.

Uno de ellos, que debería de tener la edad de Shieik, me ató las manos por la espalda. Al parecer ya tenían todo un arsenal de secuestro preparado. Para mi gran alivio el frarlkunst tampoco opuso resistencia cuando otro de los extraños lo ató.




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