El báculo mágico (#2 saga Siete Rosas)

Capítulo 22 - Un príncipe y un traidor

En tus ojos veo más peligro

que en veinte espadas de ellos. Si me miras

con dulzura, podré vencer el odio.

(William Shakespeare, Romeo y Julieta)

 

Caímos, caímos y caímos, y yo grité en mi fuero interno al hacerme consciente de que me había tirado a una caída inmensurable sin saber volar o siquiera flotar. No podía ver absolutamente nada, salvo algunos manchones violáceos que aparecían y desaparecían en la oscuridad. El aire se volvía más y más cálido a cada segundo, y te azotaba con un vaho que te repercutía en el pecho y te arañaba la garganta. No había espacio para ráfagas ni turbulencias, pero la velocidad te vapuleaba dejándote sin respiración.

De pronto escuché un chillido y una refulgente luz ambarina brilló casi a un metro de mí, al mismo tiempo que la silueta de Shieik se marcaba intermitentemente. A medida que nos acercamos a ella, la luz se convirtió en una bola de pelos muerta de miedo.

– ¡Neko! –la llamó Shieik, y ella lo reconoció con un maullido.

Esperábamos ver pronto el final del agujero, pero parecía un pozo sin fondo. Suponía que mi compañero tenía algún tipo de plan maravilloso para aterrizar sanos y salvos… ¿o no?

De repente noté los ojos ardorosos y pensé que mi visión me estaba jugando una broma: el túnel, que no tenía orificios de ningún tipo, empezaba a aclararse por una intensa luz amarilla.

“¿De dónde proviene la luz? Parece un sueño”, pensé, maravillada.

De las paredes se desprendieron unos pequeños pájaros dorados que revolotearon a nuestro alrededor como si quisiesen frenar nuestra caída, brillando como puro cuarzo citrino. A medida que íbamos avanzando, en las paredes aparecían pequeños cristales que los pájaros tomaban con sus garras y nos lanzaban con suavidad.

La luz provenía de ellos.

– ¡Shieik, mira las paredes!

–Es increíble –dijo, lleno de fascinación.

–Es hermoso.

– ¡Tschh! Neko, ¡déjalos en paz!

Desvié la mirada y se me escapó una risita. La jikán estaba intentando comerse uno de los pájaros que parecía burlarse de ella.

Continuamos descendiendo hasta que, con desesperanza, vimos el suelo. Caíamos demasiado rápido como para frenar e íbamos a chocar con la fuerza de un alud. ¡Encima de cabeza!

Pero, de repente, una fuerza más allá de la gravedad nos sostuvo a centímetros del piso, tan cerca que mi nariz rosaba las esquirlas grisáceas y los pequeños fragmentos de estalactitas. Una fracción de segundo después aterrizamos, y Shieik cayó con todo su peso sobre mí aplastándome contra la roca. Sus brazos y piernas eran más largos que los míos y por supuesto el resto del cuerpo era por mucho más fornido, por lo que parecía que entre el suelo y su torso me habían devorado de un bocado.

–Shieik –me quejé.

– ¿Qué? –gesticuló, y el movimiento de su respiración hizo que se me aplastara la cara contra la piedra.

– ¿Te importaría quitarte de encima?

Él pareció evaluar la situación durante un segundo y luego arrastró el cuerpo lejos de mí, y me ayudó a levantarme.

–Lo has hecho a propósito, ¿cierto? –mascullé con un mohín.

–No realmente, pero gracias por amortiguar mi caída.

Puso su mano bajo mi barbilla y me levantó el rostro, probablemente buscando heridas significativas. Tras determinar que todo estaba en orden pude observar dónde nos hallábamos, girando en redondo para empaparme de aquella vista tan fascinante.

–Es aquí. La cámara de mi sueño –confirmé. Creía que ya me había acostumbrado a aquella sensación de vivir lo que antes había soñado, pero aún me impactaba.

Estábamos en una sala redonda, con un techo altísimo y cónico como si se tratase del interior de un volcán. Hasta ascender unos siete metros colgaban estalactitas en una tonalidad ocre, y en las paredes se alineaban las cascadas de diferentes colores: siete colores en total, que se fundían en sí mismos generando una infinidad de gamas. Despedían un calor casi insoportable y un olor a azufre que te quemaba las fosas nasales. Una arcada enorme señalaba la entrada a la cámara, por donde nosotros habíamos caído.

“¿Cómo es posible que un sitio así se encuentre bajo tierra? ¿O incluso en la Tierra?”, me pregunté.

La cueva era de un tono cobre oscuro por dentro y más grande de lo que mi sueño me había mostrado. Las paredes parecían una formación natural iluminada por las cascadas de lava, que dejaban unos cuantos recovecos completamente en la negrura.

De pronto una vibración atravesó la inmutabilidad del espacio, un llamado que se repartía de múltiples maneras: como una melodía susurrada, como un aroma a flores con sabor a mar, como una caricia, como la eminencia de un aura.

Sobre un alto pedestal, un libro de piedra despedía un frío resplandor blanco, lleno de cristales azules incrustados en lianas. Un grueso tubo de luz dorada y de apariencia cálida caía sobre él. Seguimos su curso con la mirada y allí en lo alto, a varios metros del nosotros, había un gran agujero por el cual se colaban los inconfundibles rayos del sol.




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