El báculo mágico (#2 saga Siete Rosas)

Capítulo 27 - El legado de Amalia

¡Cuántos hombres se han sentido felices

a punto de morir! A eso lo llaman

el último relámpago. ¿Mas cómo

llamarle así? Oh, esposa mía, amor,

la muerte te ha robado el dulce aliento,

mas no ha podido hurtarte la belleza;

no te ha vencido: tu belleza luce

carmesí en tus mejillas y en tus labios;

no ondea en ti la enseña de la muerte.

Teobaldo, ¿estás ahí en tu atroz mortaja?

¿Qué servicio mejor podría hacerte

que, con la mano que segó tu vida,

quebrar ahora la de tu enemigo?

Perdóname, buen primo. ¡Ah, Julieta!

¿Cómo estás aún tan bella? ¿He de creer

que la fantasmal Muerte te desea

y que ese flaco monstruo horrendo quiere

convertirte en su amante y prisionera?

Voy a quedarme aquí para evitarlo,

y nunca más saldré de este palacio

de oscura noche. Me quedaré aquí

con los gusanos, que son tus criados;

me instalaré en ese descanso eterno,

sacudiéndome el yugo de los astros

de esta carne, hastiada ya del mundo.

(William Shakespeare, Romeo y Julieta)

 

Desperté flotando en un espacio sin límites. Todo era oscuridad y silencio, pero sentía que me movía en alguna dirección. Tenía una inmensa tranquilidad y sosiego, también una felicidad enorme.

De repente empezó a brillar una luz muy lejana, y mi felicidad y placidez aumentaron. No lucía como algo que yo hubiera visto antes: era inmensa, me atrevería a decir que infinita, y se parecía al sol, pero uno mucho más pálido. Parecía tener vida propia, conciencia, movimiento; parecía percibirme y comunicarse telepáticamente conmigo.

Me llené de energía y mi único pensamiento fue que debía ir hacia ella. Me moví tan veloz como pude porque solo quería llegar a la luz, lo demás carecía de sentido. Continué moviéndome y supe que ese movimiento no era parte de mi control. Cuando por fin llegué a ella fui empujada a un plano que iba mucho más allá de mi entendimiento.

Aunque sentí que recorría mi vida entera, atravesando cada aventura con una lucidez encarnada, sospecho que en la realidad no transcurrió ni la décima parte de un segundo. No sé si vi colores, porque yo sentía ser los colores. No oía música, porque yo era música. No había paz y felicidad, porque yo era todo eso.

No había luz, porque yo era luz.

Abrí los ojos en un campo basto y lleno de verde. En una gran colina había una casa, con una gran cabaña al frente y un hermoso lago lleno de pétalos de rosas. Me acerqué a esa casa, no a un ritmo rápido, pero sí constante: como si una fuerza apenas perceptible me estuviera jalando hacía atrás pero mi voluntad hiciera lo contrario.

Al acercarme contuve el aliento, maravillada. La casa tenía una estructura maravillosa y agreste, sostenida por los troncos de cuatro árboles que naturalmente se habían enroscado y formaban un tejado de ramas y flores del desierto. Pero en esta ocasión las flores no eran ambarinas: brillaban como luciérnagas con una luz dorada que despedía calor y un aroma indescriptible. La madera tenía un color que viajaba entre el de las almendras y las avellanas; y, de hecho, el suelo alrededor de la entrada estaba regado con aquellos frutos.

El edificio rechazaba toda lógica, como si la naturaleza se hubiera hecho con objetos de todas partes del mundo y de todo tipo de construcción. En la puerta había un pequeño tragaluz a modo de ojo de buey, debajo del cual colgaba una campana dorada. Los marcos de las ventanas eran de piedra y las lianas se habían apoderado de ellos, llenas de zafiros.

Un camino de piedras grises conectaba la casa con la pequeña cabaña, que era de una madera absurdamente blanca. Su techo de ramas y hojas creaba la ilusión de una corona dorada, un poco tupida. La misma corona que me había entregado la sirena.

El lago estaba un poco por detrás de la cabaña y la casa. Su agua se veía cristalina incluso desde aquella distancia, y el sol en el pálido cielo se reflejaba en ella. El resto de sus rayos se repartía en aquel mundo de cuentos, atravesando los árboles, los arbustos y los montes. Más allá se extendían territorios con paisajes de los más variados, un poco borrosos, como si detrás del lago se tendiera una cortina traslucida y rutilante. Las montañas recortaban el horizonte al frente, pero el este y el oeste parecían nunca acabar.

Yo llevaba puesto un vestido blanco que me llegaba hasta un poco después de las rodillas. Sin embargo, me sentía desnuda; y lo más extraño era que no parecía inapropiado estarlo. Avancé hacia la casa y me quedé quieta frente a lo que parecía una reinterpretación de las cinco piezas del arma, tratando de comprender qué era ese lugar… hasta que escuché que alguien cantaba.

En el espacio entre la casa y la cabaña nació una chispa que pronto se convirtió en una luz enorme, de la cual nacía una canción que yo conocía muy bien. La luz era de un rojo vivo con los extremos anaranjados, como una llama. Cantaba con unos colores brillantes y perfectamente definidos, casi fundiéndose con el fulgor del entorno. En el centro de la luz se formó gradualmente la figura de una persona: una mujer de piel sonrosada, cabello rojo, y los ojos negros que más había anhelado volver a ver.




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