Si algo podía odiar eran los silencios prolongados con Terkan. Esa mirada que no expresaba nada y sobre todo, a mis primos custodiados por Omega y su séquito para juzgarlos. Los chicos estaban asustados, pero al mismo tiempo intimidados, casi pálidos, podía decir. No era momento para que hablarán y mucho menos para suplicar perdón, era momento para esperar la decisión de Terkan.
Al fin se dignó a girarse y colocó en la mesa un arma, al lado un teléfono desechable. Se cruzó de brazos y observó a mis primos con lástima, pero seguramente no podía sentir eso. Luego sus ojos viajaron hasta mi y poco a poco sonrió de lado, sus ojos se oscurecieron y no sabía si era su actuación de siempre o está vez lo hacía por placer, pero se veía cansado de hacer lo mismo.
— Sé que harías cualquier cosa para salvarles el pellejo. Está vez no te daré segundas oportunidades.
— Bien.
— Aunque... Tienes la libertad de decidir.
— ¡Joder, Terkan! ¡Vas a darle libertades! – Omega seguía enojado.
— ¡Cállate maldita sea! ¡YO PONGO LAS REGLAS AQUÍ, PUNTO! ¡Ella es más que todos ustedes juntos! – eso tal vez estaba de más y me seguía preguntando ¿Por qué insiste en mostrarle a los demás que “soy capaz”? – Y está a punto de mostrarles. Preciosa, puedes tomar el teléfono y ocuparte del paquete o puedes tomar el arma y matar a uno de esos imbéciles que nada debían hacer matando a alguien sin mi permiso.
El paquete, ese paquete que era el último paso para arruinar por completo mi vida, ese paquete blanco que nada tenía de puro y te condenaba no sólo dentro, sino fuera del barrio, ese paquete que era otra forma de matarme. Y el arma, matar a uno de mis primos, matar a uno de los culpables por esta situación. ¿Estaba dudando? Sí. Porque no quería entregar ese paquete, eso sería como suicidarme incluso más que estar dentro de la pandilla, pero tampoco quería lastimar a mis primos. Bien podía tomar el arma y dispararme a mi misma, pero no lo hice. La abuela tenía razón, yo podía huir, aún estaba a tiempo, pero el paquete podía ser un impedimento.
Tome el arma y con la misma firmeza que había decidido irme, vi al jefe a los ojos y la empuje en su dirección. La respuesta era clara, iba a entregar el paquete.
— Eso pensé. – se acercó a mis primos y los empujó hasta que chocaron conmigo. – Más les vale que se vayan ahora, sino es que cambió de opinión. Yoi, te vienes más tarde, así te explico que vas a hacer mañana.
— Claro.
No podía decir nada más, tampoco es que quisiera, sólo debía aceptar las cosas como surgían. Al menos mis primos ya no estaban en peligro. Un problema menos. Sí matar al niño, no me había matado, entregar la droga sí. Era el último para terminar de arruinarme, el último segundo antes del verdadero impactó. Era mi condena.
Llegamos a casa y ellos están alterados preguntando qué era el paquete, porque no los había matado, qué podían hacer para ayudar. Claro, como si no hubieran hecho suficiente. Los encerré, de nuevo, en su cuarto y yo subí al mío. Pero no quería estar ahí, la verdad era que esas paredes empezaban a deprimirme. Ya estaba encerrada en esta vida, no quería que mi propia casa se volviera la prisión.
Bajé la pared y me dirigí a la casa de Mark. Llegué hasta la calle más destrozada del barrio. Dónde se veía fumar hierba a todos, dónde ellas podían caminar libremente, dónde la mayoría era parte de la pandilla y muchos otros eran alcohólicos o drogadictos. Sí, sobre todo, existía lo peor en lo peor. Un lugar podrido tenía su propio lugar para las larvas. Pase sin mucho cuidado, había sujetos que solo te miraban el trasero, otros que silbaban y muchos más que solo observaban. Sin importar cuán sucio podía estar este lugar, sabía que si llegaba con Mark, podía hallar una salida.
— ¡Inútil! ¿No puedes conseguir hierba y estás en esa pandilla? – era su papá. Un tipo abusivo que a veces le pegaba a Mark y muchas otras se la pasaba siendo infiel. Pero, para ser honesta, ese era el modelo de padre en ocho de cada diez familias.
— ¡Nos vemos! – escuché gritar a Mark y luego una botella parecía estallar en la pared – ¡Yoi! Justo a tiempo. ¿Nos vamos?
— Sí, yo a eso venía.
Me jalo de la mano y nos subimos a su moto, era vieja, de un rojo despintado, pero servía para llevarnos a dónde fuera que tenía planeado Mark. Sentí el aire en mis mejillas y dejé que el ruido de la moto, el aire y el camino hicieran su trabajo para desconectarme. Cada calle, persona o ruido más allá de la moto, no importaba. Importaba que me sentía a gusto así, como si todo estuviera bien, me sentía bien relajada.
Cerré mis ojos y me aferre a Mark como si fuera mi escudo de la realidad. Pero, al poco tiempo que cerré mis ojos, una pequeña luz opaca iba apareciendo en mi cabeza, iba reluciendo, no una cosa sino una persona. Era Paulo. Abrí los ojos y ya estábamos estacionados. Llegamos a la playa, al extremo más alejado de DeLouis, dónde a unos metros se podía ver la entrada de la ciudad. Este lado de la playa tenía una pared pequeña de piedras donde las personas se sentaban a observar, a pensar o sencillamente a respirar. Quise bajarme, dar unos pasos, pero no pude.
— ¿No vas a bajar? – dijo Mark de pie frente a mi.
— Solo quiero... Observar.
— De este lado, nadie te conoce. Puedes hacer lo que quieras.
— Sí, lo sé.
Tal vez era eso, ese constante miedo que me decía que alguien seguía detrás de mí. Tal vez era eso lo que me impedía disfrutar por completo de la vista. Al frente podía ver lo azulado del mar con unas personas refrescándose, si giraba un poco a mi derecha estaban los edificios y las casas costeras. Si giraba a mi izquierda no veía mucho, pero sabía que en esa dirección estaban las casas viejas y las mismas calles sucias.
— Quiero irme.
— Bien, vámonos.
— No, Mark, me refiero al barrio. – nuestros ojos cruzaron miradas y ví preocupación. – Vámonos, dejemos todo tal cual está y huyamos. Salgamos de la ciudad si es necesario…
Editado: 20.02.2025