—¡¿Qué excusa de porquería es esa?! —gritó la mujer lanzándome en el rostro el agua que había en mi vaso.
Cualquier otro podría haberse sorprendido con esa desmesurada reacción, pero como asistente del señor Sáez no hay forma que algo así me perturbara. Estoy acostumbrada a tener que aguantar cada lunes los berrinches de las conquistas de mi jefe. Ellas aparecen a pedir explicaciones sin entender que solo son aventuras pasajeras.
—Como le dije antes, el señor no puede atenderla ahora, está muy ocupado —respondí con tranquilidad sin secarme el agua que gotea de mi cabello.
—¡Lo he estado llamando todo el día y no contesta, le mando mensajes y no responde, vengo acá y me salen que no puede recibirme! ¿Qué es lo que está pasando? Pensé que teníamos una relación y...
Lo mismo de siempre, hablan, y hablan, lloran, y se desquitan conmigo. ¿No se dan cuenta de que este hombre solo juega con ellas? No es alguien dispuesto a cambiar, enamorarse y casarse.
Dejé una caja sobre mi escritorio que la mujer miró confundida.
—Es un Rolex —le dije seriamente—. El señor Sáez se disculpa por no poder volver a verla, pero le da este regalo de compensación y...
—¡Maldito hijo de perra! —gritó enfurecida, pero aun así tomó la caja—. Y tú también, solo eres una perra arrastrada, que de seguro debe mamársela a su jefe, pero ¿sabes qué, linda? Nunca serás de la categoría de mujeres que le gustan a Oliver, solo eres una prostituta y nada más...
Dijo esto tomándome de la barbilla y enterrándome sus uñas con maldad.
—Bien, señorita, le pido disculpas por parte del señor Sáez, quien espera que el regalo sea suficiente —le hablé con seriedad.
Me soltó de golpe maldiciendo otra vez, y dándome la espalda, después de todo ese escándalo, caminó por el pasillo con soberbia. Todo el resto de los empleados se quedaron mirando, pero ante mi seria mirada volvieron a lo suyo.
Saqué un pañuelo y me sequé el rostro.
—Señorita Beltrán, venga a mi oficina —me llamó por el teléfono mi jefe.
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Entorné mi mirada frente a aquel hombre, mirada ruda y seria, ojos color miel profundo y cabello castaño. Una altura que sobrepasa mi metro sesenta versus su casi metro noventa. Fornido, apuesto pero lo peor, un peligro andante.
Sí, un peligro. Todos saben que Oliver Sáez es uno de los tipos más intimidante con lo que te pudieras encontrar. Se cuenta que en el pasado fue expulsado de su escuela por mandar a varios de sus compañeros al hospital y que incluso a uno de ellos los mando directamente al cementerio, claro, nada de eso comprobado.
Hijo mayor del matrimonio de un reconocido empresario. No solo es el futuro heredero de toda esta empresa, sino también el gerente del área de tecnología e informática.
Supuestamente en el futuro dejará este puesto para encargarse como director general.
Pocas veces sonríe y parece que ni siquiera le importa quienes trabajan para él, suele olvidarse de nuestros nombres como si fuéramos simples peones. Nos acostumbramos al “Oye tú” “El que se sienta aquí” “El de anteojos”, etc.
Pero al momento de sacarnos en cara nuestros errores, de humillarnos, reprendedor y pisotearnos como pequeñas cucarachas que intentan huir, ahí sí recuerda nuestros apellidos por lo menos.
Cuando apenas entré a la oficina detuve mi mirada en el hombre que sentado frente a su escritorio mira hacia las ventanas ignorando mi presencia. Al costado, en uno de los sofás se encuentra su primo, aquel sonríe con una malicia propia de su carácter.
—Señorita Beltrán, ¿Sigue aquí? Me parece que es la asistente que más ha durado a cargo de Oliver ¿No considera mi oferta de irse a trabajar conmigo? Tengo un puesto libre sobre mis piernas.
El descaro de ese hombre no pasa desapercibido, sé que no soy de su gusto, aun así le gusta jugarme ese tipo de bromas indecorosas.
—No, señor, no podría estar trabajando para alguien que acosa a sus trabajadores, de esa forma —le respondí con seriedad.
—Uy, eso dolió —dijo luego de reírse—. Con esa lengua de serpiente me pregunto como besara.
—Basta —Oliver lo hizo callar de golpe—. Señorita Beltrán, tráigame los documentos que le pedí esta mañana.
—Sí, señor —respondí en el acto moviéndome para cumplir su orden.
—Y arréglese ¿Qué falta de criterio es presentarse así frente a su jefe? —agregó con tono severo—. Tiene el cabello todo mojado y la ropa igual. ¿Olvida que como mi asistente debe mantener la imagen de la empresa?
—Señor Sáez, vino la señorita Pérez, y no le agradó que no quisiera atenderla, y enfurecida me lanzó un vaso con agua —le respondí.
—¿Y esa es excusa?
—No, señor
—¿Además, quién es esa señorita Pérez?
Su primo respondió antes que yo lo hiciera.
—Es la rubia con pechos enormes con que te acostaste el sábado, ¿no lo recuerdas? —le preguntó con tono divertido—. Yo quería que la disfrutáramos juntos, hubiera sido el mejor trío que he tenido...
—Cállate —lo detuvo con cara de asco y luego se dirigió a mí—. Tome uno de los regalos para usted y lléveselo como compensación.
Moví la cabeza en forma afirmativa mientras salía de su oficina.
—No es mi gusto, pero si me gustaría ver la cara de tu asistente cuando gime de placer, atormentar a esa cara de piedra debe ser divertido —escuché la voz de su primo hablar.
—Es una asistente eficiente, la mejor que he tenido hasta ahora, y es principalmente porque no es de mi gusto, no me acostaría con ella jamás, así que te prohíbo acercarte a ella —el tono de voz del señor Sáez fue suficiente para hacerlo callar.
Fui a mi escritorio olvidando lo que hablaron. Sé que fui contratada porque estoy fuera de los gustos de Oliver Sáez. A él no le gustan las mujeres de cabello negro, ni ojos marrones, ni menos de una estatura inferior al metro sesenta. Y es porque esas características son propias de la mujer que más odia, la amante de su padre.