En mi familia tenemos la tradición de guardar objetos de nuestros seres queridos en pequeños baúles de madera. Cada uno de ellos contiene algo característico, vinculado con lo que les apasionaba de su oficio. El abuelo era un artesano del vidrio, en su nombre conservamos fragmentos de vitrales multicolores. Mamá era diseñadora y costurera, botones de todas las formas y tamaños reposan en su caja.
Papá, quien nos dejó hace dos años, era metalúrgico; su baúl lo decoran espirales de virutas de aluminio y cobre, que nos obsequiaba a mi hermana y a mí cuando éramos niñas.
Ahora somos tres.
La abuela nunca resolvió su duelo por la muerte de papá. No sólo no pudo despedirse de él antes de verlo por última vez, sino que ambos llevaban un buen tiempo sin dirigirse la palabra. La relación distante que tenía con su hijo sumado a la pesadumbre de su ausencia le cubría la existencia como un manto de ceniza. Vivía en modo automático, con los ojos, la boca y las manos apresados por el sufrimiento. Se había rendido, dejado vencer.
Mi hermana y yo la acompañábamos tanto como podíamos. Incluso en nuestra adultez, y con la vida hecha, habíamos decidido continuar viviendo en la misma casa para aligerar la tristeza y retribuir a la abuela por una vida entera de cuidados y amor para con nosotras. Nos asegurábamos de que supiera que contaba con sus nietas, y de que juntas íbamos a sobreponernos al dolor.
Una noche de primavera, un sonido brusco y misterioso nos despertó de nuestro descanso. El baúl de las virutas metálicas de papá estaba abierto y su contenido desparramado de forma alevosa por el piso de nuestra habitación. No recordábamos en absoluto haberlo movido de su lugar en la sala, tampoco había un viento considerable que pudiera arrojarlo de esa manera. Mi hermana y yo nos miramos con perplejidad, seguidamente una corazonada nos indicó que algo no andaba bien. La abuela...
Corrimos hacia su habitación, pero no estaba allí. Seguimos buscándola por el resto de la casa, gritando su nombre pero sin obtener respuesta. Desesperadas, salimos al patio delantero y entonces la vimos: su cuerpo tirado, inconsciente, al lado de los tulipanes. Una punzada de terror y preocupación me interrumpió la respiración. De inmediato, pedimos ayuda.
Había sufrido un infarto. No se encontraba bien, estaba débil y vulnerable, pero seguía aquí y eso era lo primordial. Cuando por fin pudo hablar nos relató su versión del episodio, contando que se sintió mal en la madrugada y salió a tomar aire antes de que la opresión en el pecho la abatiera. Al preguntarnos sobre cómo habíamos llegado tan rápido a socorrerla, estando dormidas y tan lejos de su ubicación, mi hermana le contestó: "Papá nos avisó". Un silencio diáfano se elevó entre nosotras y el rostro de la abuela se colmó de confusión. Soy la más escéptica de las tres en estas cuestiones, pero tampoco le encontré otra explicación a lo del baúl. De una forma u otra, su caída nos había alertado.
Más allá de la duda y la certeza, algo cambió en el semblante de la abuela días después de su incidente. La creencia de que su hijo la había protegido le coloreaba las mejillas, su entendimiento de que él seguía a su lado sin rencores del pasado le brindó sosiego y resolución. No fui capaz de cuestionarlo, aquellas virutas habían hecho más por su salud que todos los cuidados que le proporcionábamos a diario.
Unas semanas después, nos dispusimos a celebrar su recuperación en nuestro jardín. "Cuando me muera de verdad, quiero que en mi baúl guarden los pétalos secos de mis tulipanes", expresó con picardía. Su voluntad iba a ser cumplida, por supuesto. Reímos las tres, con la ilusión restaurada, brindando entre sorbos de té y galletas de limón. Brindamos por la memoria de los nuestros, sintiéndonos gratificadas por la vida compartida, y por sus formas (como las de papá) de sanarnos y sostener nuestra espalda a la distancia. Deseamos que el corazón de la abuela no volviese a fallar, y agradecimos porque por primera vez en dos años el manto de ceniza se había disipado de su mirada.
FIN
•Dafne•