El Beso

Capítulo veintiuno

Mi kryptonita

Mi cabello volaba junto al viento, chocando con mis ojos y muchas veces entrando por mi boca. Las canciones que Ethan había elegido no estaban nada mal, era una playlist muy variada y me alegró el hecho de que coincidiéramos en gustos.

Cada vez nos alejábamos más del pueblo y mi curiosidad crecía enormemente. ¿Cuál será ese lugar tan secreto?

Evitaba mirarme en el espejo, mirar mi rostro hacía que reaparecieran esas sensaciones horribles. Hice una promesa para mí misma; olvidarás el pasado por el resto del día. Tienes más de la mitad del año para amargarte.

—¿En qué piensas? —preguntó bajando el volumen de la música.

—Nada, solo me gusta el paisaje.

—Parecías perdida mirando los árboles. ¿Estás bien?

—Sí, gracias por preguntármelo. —Volteé hacia él sonriendo. Guiñó un ojo y centró su vista al frente.

Pasamos un rato en silencio, hasta que la playlist se acabó.

—Pon una canción antigua.

—¿Antigua?

—Sí, de esas que bailabas cuando tenías cinco años y creías que eras la superestrella del universo.

Reí al escucharlo.

Tenía muchas anécdotas de bailes improvisados con mis bragas sobre la cabeza en plena sala de estar.

Pensé muy bien una que me volviera loca y entre una gran lista de opciones puse: “Addicted to you” de Shakira.

Apenas puse “play”, Ethan se echó a reír y comenzó a bailar sacudiendo la cabeza.

Me sonrojé y lo imité para que no lo notara. «¡Dios!, hormonas cálmense».

Continuamos así por un rato hasta que llegamos a una cafetería de madera, con banderines rojos y blancos rodeando el techo y muchas flores por fuera.

Observé cada detalle del lugar. Era un sitio muy bonito y el estilo un poco “vintage” que portaba hacía que combinara perfectamente con el bosque. El silencio inundaba el exterior, aunque podía oír ligeramente una canción de rock and roll.

—¿En dónde estamos? —dije sonriendo.

—Mi sitio favorito —me respondió soltando un suspiro animoso—. Tranquila, que aún queda mucho por ver.

Mi cara de felicidad me delataba claramente. «Dios mío, Janabeth, más ingenua no puedes ser».

Ingresamos por una puerta de cristal, tenía un cartel de «abierto», con un diseño de carta muy bonito. Al entrar una mesera nos atendió. Llevaba patines, un overol rojo y camiseta blanca, con su cabello morado recogido en una coleta y el gafete con su nombre.

Había luces de colores bordeando el cielo de la cafetería, variando entre naranjo, rojo, blanco y amarillo. La música provenía de una rocola con muchos colores al fondo de la cafetería, dando una salida al exterior.

—¡Ethan! —exclamó un chico desde atrás del mostrador.

—Alex, hola. —Posó su mano detrás de mi espalda haciendo que nos acercáramos a “Alex”.

—¡Ay, Diosito! ¿Qué le pasó a ese bello rostro? —Llevé mi mano a mi cara tocando las heridas, algunas estaban frescas todavía y las demás se habían camuflado en los tantos moretones que tenía—. ¿Estás bien, chica?

—Oh, sí, gracias. Una pelea con la escalera.

—Ya no está tan mal —dijo Ethan con tranquilidad levantando mi mentón con su dedo índice. Dio unos pasos acercándose a mí y posó sus manos en ambos lados de mi rostro examinándolo con cuidado. Las heridas no parecían molestarle, ni siquiera le asustaban. Relamió sus labios y dejó de observar mis heridas concentrándose en mis ojos. Sonrió un poco hacia el lado y volvió a ver a Alex.

—Alex, ella es Jane, vinimos a distraernos un poco. —Volteé a verlo y me guiñó un ojo, «Dios, Ethan no me hagas eso».

—Por supuesto, ¿qué van a ordenar? —Este era el momento más incómodo de todos y lo detestaba. Ese momento en el que debes decidir que pedir y sobre todo apresurarte cuando estás acompañada. «Dios, trágame ahora». Intenté ocupar mi vista en la carta colgada en la pared, buscando un batido que me gustara.

—Un batido de chocolate, por favor.

—Anotado. ¿Tú, cookies and cream?

—No, de hecho pediré lo mismo —respondió mirándome de reojo. Alex subió y bajó las cejas con una sonrisa pícara. Dio media vuelta en dirección a la cocina y yo intenté calmar mi pulso respirando suavemente.

Esta situación no había pasado jamás más que en mis sueños. Era tan imposible como que de repente viniera Rick Grimes a hacerme parte de su comunidad mientras los zombis invadían el mundo.

Encontramos una mesa rodeada de asientos acolchados en forma de sofá. Nos sentamos uno frente al otro a esperar los batidos.

Un largo silencio nos invadió, yo no me atrevía a decir una palabra y él tampoco. Tomó su teléfono y comenzó a escribir en él. «Dios esto se me da fatal».

—¿Por qué me trajiste aquí? —dije aventurándome a explorar el vacío. Alzó su mirada de la pantalla y guardó su teléfono, entrelazando sus manos sobre la mesa, mirándome a los ojos fijamente.




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