El beso de Lana del Rey

I. Cuando la conocí

A expensas de que nadie me crea, yo la conocí cuando no era nadie. Cuando ni siquiera el viento, la luna, el verano o la muerte le pertenecían. Todavía no era la reina de las canciones tristes, tampoco la musa de los nostálgicos desencantados. No era Lana del Rey. Era, simplemente, Lizzy, la chica que cantaba en escenarios deprimentes de bares de carretera que se iluminaban con luces de neón, impregnados del dulce olor a rancio del tabaco y la cerveza.

Recuerdo que en mayo de 2004 me asaltó el vacío existencial y la presión en las sienes en una de mis enésimas crisis vitales. Lo mandé todo a la mierda, como lo había hecho dos años antes con la universidad. Dejé el trabajo en la agencia de publicidad porque el ambiente me intoxicaba y envenenaba lentamente, amenazando con paralizar todos mis sentidos. Conduje hasta el Upper West Side, en Manhattan, y corté con Sarah después de nueve meses montados en una jodida montaña rusa. Sarah era así: hoy besos, mañana insultos. Yo solo quería que nadie escribiera el guion de mi vida, que la sociedad no me impusiera sus trabas, que mi familia no me legara sus propios traumas. Quería ser libre.

Lo primero que hice fue visitar la barra de uno de los bares de las afueras de Nueva York que en aquellos momentos me proporcionaba algo de consuelo. La camarera, de larga melena rubia, apretaba su pecho con sostenes que le estaban pequeños para marcar aún más su escote. Gente de todo tipo se sentaba en los taburetes esperando que Megan les regalara una sonrisa cuando posaba sobre su regazo el botellín de cerveza.

Yo también bebía cuando vi por primera vez a Lizzy, que subía tambaleando al escenario con una guitarra en la mano. Frente al micrófono se colocó varias veces el pelo por detrás de la oreja y se dirigió hacia su desdichado público borracho, de forma tímida. Comenzó a tocar, cerró fuertemente los ojos y nos deleitó con su voz. El mundo entero a mi alrededor parecía desvanecerse. Murmuraba, ahogadamente, una melodía. Apenas susurraba, pero la escuchaba tan adentro de mí que me transportó a un mundo nuevo. Al desierto de Arizona. A películas en blanco y negro. A una época dorada donde los Estados Unidos eran lo que solían ser. Deslizaba sus palabras, a través de su lengua, como si confesara ante Dios lo más íntimo, como si le suplicara que llevara su eco más allá de este mundo.

Contemplé absorto su rostro en la penumbra tibia, entre el aire sobrecargado por el humo y las conversaciones que aumentaban el ruido. Lizzy movía sus caderas al ritmo suave de la música. No entendía por qué cantaba en ese garito deprimente sin un público digno de su altura. Pero es que no cantaba para ellos, para nosotros. Cantaba para alguien más. Para algo más. Me preguntaba si, quizá, cantaba para ella misma.

Fui incapaz de apartar mi mirada de ella. No porque fuera la cantante más guapa, sino porque en su cara se dibujaba la belleza que solo da la tristeza, la ambición y el desasosiego. Y me recordó un poco a mí. Como si ambos detestáramos el ritmo de la vida y esperásemos una llamada del destino, una pizca de suerte, un súbito cambio de rumbo que diera un giro a todo lo que habíamos sido. Lizzy seguía cantando, yo no quería que se detuviera.

Apenas varios aplausos rompieron el silencio cuando nos iluminó con la última nota de su canción. Ella no miró al público, ni agradeció aquellas pobres muestras de reconocimiento. Simplemente, Lizzy bajó del escenario y bebió un trago de su whisky, caminando hacia la puerta cual fantasma que se desvanecía incluso antes de que pudieras tocarlo.

En ese momento reuní todo el coraje que nunca he tenido para seguirla a la calle. Se apoyó sobre un coche del estacionamiento y se encendió un cigarrillo. Arrastraba en sus piernas la tristeza de sus letras y melodías. Las luces de neón del bar parpadeaban y emitían un leve crujido. Me acerqué de forma precavida y mi voz solo pudo salir en forma de susurro.

—¿Por qué? —le pregunté.

Ella dio una calada profunda, observándome de arriba abajo, ganando tiempo. Notaba cómo sus ojos se posaban en mí con una intensidad que me dejó sin aliento, porque sabía que estaba haciéndome una radiografía, imaginando quién era, qué quería, qué pensaba, qué anhelaba. Pero no abrió su boca cuando despidió el humo directamente hacia mí.

—¿Por qué cantas para quien no sabe escuchar? —repetí, aclarando mi pregunta—. ¿Por qué cantas para quienes no tienen corazón para sentir tu música?

Dibujó una sonrisa, apenas perceptible, con sus labios. Miró al suelo, mientras trataba de zafarse de aquella aura de tristeza que emitía y en la que yo parecía entrar, para colmo de todos mis males. Se acercó a mí, de tal manera que pude oler la fragancia picante y suave a la vez de su piel, mezclado con el alcohol.

—Canto para el dios del viento—dijo con el murmullo de voz que usaba en sus canciones—. Él escucha mejor que todos ellos. Él llevará mis melodías a buen puerto, a donde alguien, algún día, de alguna manera, las escuche y las entienda.

No supe qué responder, porque primero tenía que procesar aquellas poéticas palabras. Lizzy siguió fumando, como si diera por finalizada nuestra charla. No podía dejarlo así. Algo en sus ojos, en sus curvas, en su voz me atraía. La nostalgia, la melancolía y el desaliento que la acompañaban también eran de mi propiedad.

—¿Estás segura de que el viento cumplirá con su cometido? —quise profundizar sin saber a dónde quería llegar. Solo buscaba seguir escuchándola.

Lizzy exhaló la última bocanada de humo y tiró el cigarrillo.




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