Todo estaba preparado y yo convencido. Sin embargo, creo que a pesar de que mi vida discurría entre un laberinto sin salida, lo que me empujó de verdad a ese viaje fueron los ojos, las palabras y las canciones de Lizzy. Era ella, joven, testaruda, enigmática, la que me envolvía en una especie de niebla que hacía que la siguiera a ciegas. Ella, entre muchos otros, tiene ese don. También, aunque sea adelantarme a los acontecimientos, tiene el contrario.
Nos encontramos dos días después en otra cafetería en el Lower East Side, pequeña, al estilo americano de los cincuenta. La idea era revisar el plan de partida, a partir de un papel sucio y arrugado en el que yo había ido escribiendo las ideas que Lizzy soltaba por su boca. Porque ella, como me temía, no tenía la intención de esclarecer una ruta clara.
—Podemos usar mi coche—dije mientras absorbía del batido de vainilla—.
—¿Y no sería más emocionante ir en bus? —sugirió ella, apoyando ambos codos sobre la mesa—. Si tenemos un coche, corremos el riesgo de querer volver. Tú…o yo. Y no podemos permitírnoslo.
—¿Bus? —pregunté extrañado, tratando de evitar el brillo de sus ojos que tan bien empezaba a conocer.
—Sin posibilidad de volver. Barato. Impredecible. Gente rara. Historias extrañas. Miles de lugares. Pueblos, ciudades. Rutas sin carteles. Bares de carretera solitarios. No hay nada más auténtico para conocer la verdadera América que un viaje en bus por carretera.
—Pero también es peligroso.
—¿Ahora tienes miedo?
Parecía que le gustaba ponerme en situaciones comprometidas, como si disfrutara de mis reticencias, de mis incertidumbres. Se introducía en esas grietas con su dulce voz, con sus caricias en mis nudillos, con su pie desnudo rozándome los gemelos.
—Claro que no—tuve que decir, sin remedio.
Lizzy quería vivir una aventura sin tener una guía predeterminada más que su corazón y lo que le dictara la sangre de sus venas. Yo siempre he sido más cabal, he usado la razón y la lógica por encima de todo. Era lo que Lizzy pretendía enseñarme. A vivir sin cadenas, a vivir mi vida, por una vez. No tenía sentido intentar explicarle mis razones, porque el descontrol y el caos del viaje en bus hacia ninguna parte era su plan y, quizá, lo que ambos necesitábamos.
—Bien—asentí, tras un silencio en el que ella bebía de su cerveza y yo miraba por encima de sus hombros hacia el ambiente de la cafetería—, ¿hacia dónde?
—¿Qué te parece…Filadelfia? Está lo suficientemente cerca como para comenzar. Así, si decides volver a Nueva York y dejarme sola en el camino, no te será difícil volver.
Como una premonición, Lizzy estaba jugando a adivinar el futuro. Sabía algo que yo no. Porque, a pesar de no tener un rumbo fijo, una meta, un destino, ella conocía muy bien lo que quería. Y yo no. Lizzy no tenía planeado volver y a mí podrían invadirme las dudas. Lizzy lo sabía.
—Filadelfia, está bien.
Lizzy sonrió, como si me felicitara por tomar la decisión correcta. Había ganado otra pequeña batalla.