La eternidad en el Abismo carecía de forma y de medida. Allí no existían ni el amanecer ni el ocaso, ni siquiera el fluir constante del tiempo que los mortales conocían. Todo era un presente inmóvil, una suspensión sofocante hecha de penumbra, ecos rotos y susurros que jamás se callaban. El aire era pesado, húmedo y denso, como si cada respiración costara la mitad de un alma.
En lo más profundo de esa vasta prisión de piedra negra, donde las raíces del mundo parecían morir, una celda permanecía apartada, como si incluso la oscuridad temiera acercarse demasiado a lo que había dentro.
El lugar era un recinto circular, excavado en roca húmeda y rodeado de muros cubiertos de grietas como venas abiertas. De las paredes rezumaban hilos viscosos que caían al suelo con un goteo constante, formando charcos en los que no se reflejaba nada: ni luz, ni sombra, ni rostro alguno. El silencio allí estaba lleno de voces invisibles, como si el mismo abismo se complaciera en murmurar su victoria.
En el centro de esa celda se erguía un poste de hierro ennegrecido, corroído y sin embargo indestructible. Era más un símbolo que un soporte, un recordatorio del poder absoluto del Abismo sobre aquello que alguna vez se había creído eterno. Atado a él con cadenas forjadas en la esencia misma de las tinieblas estaba Uriel, arcángel de la llama rosada.
El tormento del arcángel
Sus brazos estaban extendidos hacia arriba, forzados a una tensión que rompía la carne y desgarraba los músculos. Las cadenas no eran simples eslabones: se retorcían como serpientes vivas, palpaban su piel, absorbían su energía. En cada contacto, la oscuridad lo desgarraba por dentro, arrancando destellos de su luz y devorándolos con un siseo glacial.
El cuerpo de Uriel, aún en la humillación, seguía siendo bello. La blancura de su piel irradiaba un tenue fulgor que contrastaba con la negrura que lo envolvía. El cabello, rubio como espigas de verano, caía sobre su frente empapada en sudor y lágrimas.
Sus labios resecos, entreabiertos, dejaban escapar un hilo de respiración entrecortada, un gemido que nadie escuchaba salvo las paredes.
Sus ojos, dorados como soles marchitos, vagaban en la penumbra. A veces se cerraban en un intento inútil de huir de la celda, y en la oscuridad de sus párpados veía visiones: los prados de luz, los cielos infinitos donde sus alas habían brillado libres.
Recordaba el calor de la eternidad, el abrazo de sus hermanos, el júbilo de los coros. Pero cada vez que esos recuerdos lo acariciaban, las cadenas apretaban más, hundiéndose como garras, recordándole que ya no pertenecía a nada salvo al sufrimiento.
El peor dolor no era físico. Era el vacío. El saber que Belial lo había reducido a un trofeo. No lo quería muerto, ni siquiera doblegado: lo quería exhibido. Un ángel atrapado en la mazmorra del Abismo, encadenado como un estandarte de victoria. Esa humillación pesaba más que cualquier herida.
—Padre… —susurró con voz quebrada, pero el eco se lo tragó.
Ninguna respuesta descendió de los cielos.
La soledad era tan absoluta que cada pensamiento se convertía en un grito. Cada latido era un recordatorio de que estaba vivo solo para sufrir. Y sin embargo, dentro de su pecho algo resistía. Una chispa. Una obstinación absurda, pero inmortal: la certeza de que su luz no podía extinguirse por completo.
El eco de unos pasos
Fue entonces cuando lo escuchó.
El chirrido de la puerta de hierro. Un ruido seco, largo, que desgarró el silencio como un cuchillo. Uriel abrió los ojos, lento, y alzó la cabeza con esfuerzo. Sus alas, mustias y apagadas, se estremecieron como pétalos en un viento frío.
Los pasos resonaron en el pasillo. Eran firmes, pausados, cargados de una majestad oscura. La penumbra pareció apartarse para dejar paso a una figura.
Asmodeo.
Era uno de los siete príncipes del Abismo, hermano de Belial, señor de la lujuria y de las pasiones consumidas por el fuego negro. Su silueta era alta, elegante, envuelta en un manto oscuro que parecía hecho de la misma sombra que goteaba de los muros. Pero lo que más impresionaba no era su porte ni su poder, sino su rostro.
Asmodeo tenía aún la belleza de lo que había sido. Su piel era blanca, perfecta, sus labios definidos, sus rasgos tallados con precisión celestial. El cabello negro caía en ondas sobre sus hombros, como un río de medianoche.
Y sus ojos… oh, sus ojos. Celestes, intensos, brillaban como glaciares iluminados desde dentro. Eran imposibles en el Abismo, demasiado claros, demasiado humanos, demasiado vivos. Asmodeo avanzó sin decir palabra. Se detuvo frente al poste y contempló a Uriel.
El primer contacto
El arcángel lo miró con dificultad, respirando agitadamente. No sabía qué buscaba aquel príncipe en su celda. No sabía si iba a torturarlo, a burlarse de él, o a terminar con lo que Belial había empezado.
Pero Asmodeo no habló. Se limitó a observar. En su pecho algo ardía, un dolor que no reconocía. Su corazón, ese órgano que había creído muerto hacía milenio, latía con violencia. Y mientras más miraba el rostro de Uriel, más insoportable se hacía la sensación.
Se inclinó, despacio, y extendió la mano. Sus dedos rozaron la mejilla húmeda del ángel. Uriel cerró los ojos, estremecido. Aquello no era dolor. Era calor. Era… ternura.
El príncipe apretó los dientes. Susurró apenas, como si hablara consigo mismo:
—¿Por qué tu luz… aún resplandece aquí?
Uriel abrió los ojos, dorados y cansados, y su voz débil se abrió paso entre sus labios resecos:
—Porque la oscuridad no puede apagar lo que nace del amor.
Esas palabras golpearon a Asmodeo como fuego. Retrocedió un paso, con el ceño fruncido. La oscuridad se agitó alrededor, como riéndose de él. Pero el eco de esa frase ardía en su interior, arrancando memorias olvidadas: un tiempo en que también había conocido la luz. Uriel lo miró, y con el último aliento de fuerza que le quedaba, murmuró: