El eco de las cadenas rotas aún resonaba en la mente de Asmodeo. Había hecho lo impensable: sanar a un ángel, devolverle fuerzas en vez de arrebatárselas. Cada fibra de su ser ardía con la contradicción, y sin embargo, cuanto más miraba el rostro de Uriel, más entendía que no podía detenerse.
La grieta en el príncipe
Asmodeo caminaba por los pasillos oscuros del Abismo, con pasos firmes pero pensamientos temblorosos. El silencio lo acosaba, y con él las voces que siempre lo habían acompañado desde su caída:
Eres destrucción. Eres deseo. No eres luz. Nunca más.
Las palabras se repetían como un mantra envenenado. Cerró los ojos un instante, recordando el calor que había sentido al tocar a Uriel. Una contradicción insoportable se abrió paso en su pecho.
—¿Qué me estás haciendo, ángel? —murmuró, con la voz quebrada.
Por primera vez en siglos, dudaba. No de su poder, sino de su lugar en el mundo. Y esa duda era un tormento peor que cualquier castigo.
La necesidad de volver
Asmodeo intentó apartarse, evitar la celda, olvidar el brillo de las alas rosadas que había devuelto a la vida. Pero no podía. Cada hora que pasaba lejos de Uriel era un suplicio. Sentía que el aire lo sofocaba, que la oscuridad lo devoraba más que nunca.
Necesitaba verlo. Necesitaba escuchar su voz, incluso débil. Necesitaba esa luz que lo quemaba y lo sanaba al mismo tiempo.
Así, noche tras noche, aunque en el Abismo la noche era eterna, regresaba en secreto a la celda. Al principio solo observaba desde la distancia, temiendo que cualquier palabra lo delatara. Pero pronto no pudo resistirse. Se acercaba, tocaba sus alas, acariciaba su rostro, le ofrecía fragmentos de su poder para aliviar su dolor.
Y cada vez que lo hacía, la grieta en su interior se abría más.
El miedo y el deseo
Asmodeo sabía que estaba jugando con fuego. Belial no era ingenuo. El Abismo entero respiraba sospecha. Bastaba con que una sombra lo viera permanecer demasiado tiempo junto al ángel para que todo terminara. Pero cuando se alejaba, sentía un vacío insoportable.
Necesito verlo otra vez.
Ese pensamiento lo consumía como veneno. Era miedo, sí. Pero también deseo. Un deseo que no nacía del poder ni de la dominación, sino de algo mucho más prohibido: amor.
Una noche, al regresar a la celda, encontró a Uriel despierto. Sus ojos dorados brillaban con una calma inesperada, como si lo hubiera estado esperando.
—Volviste —susurró el ángel, y en esa palabra Asmodeo sintió tanto reproche como alivio.
No supo qué responder. Se limitó a sentarse junto a él, en el suelo frío, con la espalda contra el poste. Permanecieron en silencio durante largos minutos. Ese silencio era distinto: no era opresivo, sino íntimo.
La confesión que lo quiebra
—Asmodeo… —Uriel habló con voz temblorosa— No entiendo por qué me ayudas.
El príncipe apretó los puños. La respuesta era un torbellino imposible de nombrar.
—Ni yo lo entiendo. Solo sé que cuando estoy lejos de ti, siento que me muero.
El silencio que siguió fue devastador. Uriel cerró los ojos, y una lágrima resbaló por su mejilla.
—Entonces no me dejes.
Esas palabras se clavaron en el corazón de Asmodeo como espadas. Se giró hacia él, y por primera vez no escondió la desesperación en su mirada celeste.
—No sabes lo que dices. Si descubren lo que hago, me destruirán.
Uriel lo observó en silencio, y con una dulzura imposible en ese lugar, respondió:
—Entonces déjame ser tu fuerza. Tú me liberas del dolor, yo puedo liberarte de la oscuridad.
Asmodeo apartó la mirada, como si esas palabras lo consumieran más que el fuego. Sabía que lo que sentía estaba prohibido. Pero también sabía que ya no podía escapar.
El tormento del amor prohibido
Las noches siguientes fueron un tormento. Asmodeo se debatía entre la necesidad de estar junto a Uriel y el miedo de que Belial descubriera la verdad. A veces se convencía de que debía dejarlo, que el amor de un demonio no podía salvar a un ángel. Pero cuando lo veía temblar en las cadenas, todo se desmoronaba.
Una y otra vez, sus manos buscaban sanar, su voz buscaba consolar, sus ojos buscaban perderse en los de Uriel. Y en cada encuentro, la llama crecía.
El príncipe del Abismo, el señor de la pasión corrompida, se estaba enamorando con una intensidad que lo quemaba vivo.
El descubrimiento
Una noche, mientras Asmodeo sostenía a Uriel entre sus brazos tras liberar sus alas del dolor, un murmullo se deslizó desde el pasillo. Una carcajada grave, lenta, familiar. El aire se volvió más pesado. La sombra de Belial apareció en el umbral, con los ojos ardiendo de burla y furia.
—Así que este es tu secreto, hermano… — su voz retumbó como un trueno en el vientre del Abismo
— Traicionaste nuestra sangre por la luz de un ángel.
Asmodeo apretó con fuerza a Uriel contra su pecho, su mirada celeste ardiendo con una intensidad imposible.
—No lo entiendes, Belial —respondió con voz firme, aunque su interior temblaba— No es traición. Es lo único real que me queda.
Belial sonrió con crueldad.
—Entonces prepárate, porque el Abismo no perdona a los que se atreven a amar.