El Abismo nunca dormía. Sus pasillos, construidos de roca viva y sombra perpetua, se extendían como un laberinto sin fin. Cada rincón estaba vigilado por espectros, cada puerta custodiada por centinelas que no necesitaban ojos para ver. En ese reino, ningún secreto podía mantenerse oculto… salvo que alguien lo forjara con la sangre de su voluntad.
Asmodeo lo sabía. Y aun así, noche tras noche, buscaba el mismo camino hacia la celda donde Uriel permanecía.
Encuentros prohibidos
Las visitas ya no eran impulsos: eran necesidad. Uriel lo esperaba siempre con la misma mirada serena, como si supiera que él vendría, aunque las cadenas aún lo mantuvieran preso. En esos momentos, el Abismo parecía ceder un poco, como si las sombras se hicieran menos densas y la humedad no fuera tan cortante.
—Volviste —susurraba Uriel, y con esas dos palabras su tormento se convertía en alivio.
Asmodeo lo tocaba, lo sanaba en secreto, y el ángel, aunque débil, recuperaba la fuerza suficiente para mirarlo de frente, para desafiar con su propia luz las tinieblas que los rodeaban. Esos instantes robados eran un respiro, un oasis dentro de un infierno que no los perdonaría jamás.
Pero el peligro crecía. Las sombras observaban. Y Belial sospechaba.
El juego del engaño
Belial lo enfrentó una noche, en medio de una reunión con los otros príncipes. Sus ojos ardían de astucia mientras sus labios dibujaban una sonrisa venenosa.
—Hermano, he visto cómo miras al prisionero —dijo, con voz grave que se extendió por la cámara como un rugido contenido— ¿Acaso tu corazón se ablanda?
Los otros príncipes, sentados en sus tronos oscuros, giraron sus miradas hacia Asmodeo. Astaroth, con su gesto frío; Leviatán, sonriendo con desdén; Mammon, expectante como un buitre.
Asmodeo sabía que una respuesta equivocada significaría el fin. Su interior clamaba por Uriel, pero su rostro permaneció imperturbable.
—¿Enamorarme de un ángel? —replicó con una carcajada seca, tan convincente que hasta el aire se tensó— No confundas mi curiosidad con debilidad, Belial.
Se inclinó hacia adelante, dejando que sus ojos celestes brillaran con dureza.
—Lo visito porque quiero quebrarlo. Quiero verlo suplicar, quiero que su luz se extinga en mis manos. Eso es lo único que me interesa.
Un silencio pesado recorrió la sala. Belial entrecerró los ojos, evaluando cada palabra. Finalmente, rió con un eco cruel.
—Eso esperaba de ti, hermano.
Los demás príncipes asintieron, satisfechos, y el tema cambió.
Pero Asmodeo sabía que la mentira apenas había abierto una grieta más peligrosa que las cadenas mismas.
El tormento del fingimiento
Después de la reunión, Asmodeo regresó a la celda. Encontró a Uriel en la penumbra, debilitado pero expectante. Cuando lo vio entrar, el ángel esbozó una tenue sonrisa, como un faro en la oscuridad.
Asmodeo lo abrazó con fuerza, ocultando su rostro en su cabello rubio.
—Tu nombre en mis labios casi me condena —susurró con rabia contenida— Tu imagen en mis ojos es un crimen.
Uriel lo miró, sereno, como si comprendiera el peso de sus palabras.
—Entonces deja de fingir para ellos.
—No puedo —gruñó Asmodeo, apartándose con brusquedad—. Si saben lo que siento, si saben lo que eres para mí, te arrancarán de mis manos y me destruirán.
Uriel extendió una de sus manos encadenadas y rozó su rostro con suavidad.
—No me importa lo que hagan conmigo. Me importa lo que hagan contigo.
Ese gesto, ese sacrificio implícito, fue la daga más afilada en el corazón de Asmodeo.
La traición latente
Días después, Belial volvió a observarlo en silencio. Esta vez no dijo nada. Se limitó a mirarlo con esa sonrisa torcida que anunciaba una tormenta.
Asmodeo lo entendió al instante: Belial no estaba convencido. Fingir ya no sería suficiente. Tendría que probar su lealtad con hechos, demostrar ante todos que Uriel no era más que un juguete roto en sus manos.
El príncipe del Abismo se encontró entonces atrapado en su peor tormento:
Si fingía demasiado, podía herir a Uriel. Si mostraba compasión, se delataría. Si se alejaba, el vacío lo devoraría. La red se cerraba, y en el fondo sabía que Belial esperaba el momento justo para exponerlo ante todos.
El riesgo inevitable
Una noche, mientras Asmodeo sostenía a Uriel en silencio, escuchó el eco de pasos acercándose. El aire se volvió pesado, denso, imposible de respirar. Uriel abrió los ojos con alarma.
—Alguien viene…
Asmodeo se levantó de un salto, su poder oscuro arremolinándose en sus manos. La puerta de la celda comenzó a abrirse lentamente, chirriando como un presagio.
En el umbral, la sombra de Belial se dibujó, más alta y amenazante que nunca. Su sonrisa era un filo, y sus ojos brillaban con la certeza de quien ya había descubierto la verdad.
—Hermano… —dijo con voz profunda—. Veamos cuánto puedes fingir ahora.