El silencio de la celda pesaba sobre Uriel como una mortaja. Pero esa noche, mientras la sombra de Belial se extendía más allá del umbral, algo en su interior se agitó: un recuerdo. Una herida viva que no cicatrizaba.
Cerró los ojos. El Abismo se desvaneció un instante y, en su mente, el rugido de la batalla volvió a alzarse como un trueno.
El campo del enfrentamiento
El cielo estaba desgarrado.
No era azul ni negro, sino una mezcla de brasas y ceniza. Cada nube era un presagio, cada ráfaga de viento llevaba consigo cenizas de ángeles caídos y ecos de himnos truncados. La tierra, quebrada y ensangrentada, ardía bajo los pies de los ejércitos.
Allí, en el centro del caos, Uriel se alzó con sus alas rosadas desplegadas como llamas del amanecer. Sus ojos dorados eran soles encendidos, y en sus manos brillaba una espada forjada en la sabiduría de la creación. Era fuego y era rosa, un arma tan hermosa como mortal.
Frente a él, Belial, príncipe del Abismo, erguido como un coloso. Sus alas eran negras como humo solidificado, su mirada un abismo de arrogancia. En sus manos, cadenas vivientes danzaban como serpientes hambrientas, listas para devorar toda luz. La tensión entre ambos era más que física: era un choque de eternidades.
El primer impacto
Uriel avanzó primero. Sus alas se abrieron con un destello que partió el cielo en dos. Se lanzó hacia adelante como un rayo de aurora, su espada rosa trazando un arco incandescente que parecía querer devolver al mundo su primer amanecer.
Belial respondió con un rugido. Las cadenas negras se alzaron como dragones, girando alrededor suyo, formando un muro impenetrable. Cuando la espada de Uriel chocó contra ellas, el sonido no fue metálico, sino el lamento de miles de almas atrapadas. El impacto estremeció el campo entero. Las huestes del cielo y del abismo se detuvieron un instante, cegadas por el choque de luz y oscuridad.
Uriel luchaba como un bailarín en medio del caos. Cada movimiento era un poema, cada golpe una plegaria. Sus alas pintaban el aire con trazos rosados, como pinceladas de esperanza sobre un lienzo de ceniza.
Belial, en cambio, era brutalidad pura. No buscaba crear, sino aplastar. Sus cadenas eran serpientes que devoraban los versos de Uriel, que arrancaban las notas de su canto, que mordían la belleza y la convertían en polvo.
El enfrentamiento era más que un duelo: era un símbolo.
El amanecer contra la noche eterna.
La palabra contra el grito.
El amor contra el odio.
El dolor y la furia
Uriel recibió el primer golpe verdadero cuando una de las cadenas se enroscó en su pierna, desgarrando la carne con un ardor helado. Cayó de rodillas, pero sus ojos no perdieron el brillo. Gritó con la furia de un sol herido y, con un tajo ascendente, cortó la cadena en dos, liberándose. El suelo tembló.
Belial rió, un sonido hueco, cruel, que hizo que incluso los demonios retrocedieran.
—Eres hermoso en tu agonía, Uriel —bramó— Cuanto más sangras, más me perteneces.
Uriel se incorporó, tambaleante, pero erguido como un roble en medio de la tormenta.
—Mi luz jamás será tuya —replicó con voz ardiente— Prefiero arder en cenizas antes que rendirme a tus sombras.
Y volvió a atacar, con un ímpetu que sorprendió incluso a Belial.
La batalla inconclusa
Ambos combatieron como titanes.
El cielo se estremecía con cada choque, el suelo se quebraba bajo sus pasos. Los ángeles y demonios que presenciaban se mantenían a distancia, incapaces de intervenir en aquel duelo de voluntades.
Uriel parecía inagotable, pero cada golpe de las cadenas arrancaba parte de su fuerza. Belial lo sabía. No buscaba derrotarlo en un instante: quería desgastarlo, arrancarle poco a poco lo que lo hacía radiante.
Uriel, sin embargo, luchaba no solo con espada, sino con fe. Cada tajo era un recordatorio de que su causa era justa, de que no estaba solo aunque estuviera frente al abismo encarnado.
Pero entonces, llegó el error. Un instante de distracción, una cadena que lo envolvió por la espalda y lo lanzó contra el suelo con una fuerza que abrió un cráter bajo su cuerpo. Uriel jadeó, su espada cayó a unos metros, y la sombra de Belial se cernió sobre él como un eclipse.
El recuerdo se quiebra
El presente volvió de golpe. Uriel abrió los ojos en la celda, jadeando como si aún estuviera en ese campo de batalla. El sudor cubría su piel, y su corazón latía con furia.
Frente a él, Belial lo observaba, la misma sonrisa de aquella batalla en sus labios.
—¿Lo recuerdas, ángel? —dijo con voz grave— El día en que te hice mío.
Uriel, debilitado pero con fuego en los ojos, apretó los dientes.
—No. Ese día no me venciste… aún sigo de pie.
Belial entrecerró los ojos, furioso por la respuesta. Y en las sombras, Asmodeo observaba en silencio, atrapado entre su papel de príncipe del abismo y el amor prohibido que ardía en su pecho.