El Beso Del Abismo

El Amanecer contra la Noche

El recuerdo volvió a encenderse con violencia en la mente de Uriel.
La imagen de Belial, erguido sobre él con las cadenas negras danzando como serpientes hambrientas, no era solo memoria: era una herida que aún sangraba.

El ascenso del ángel

El suelo ardía bajo su cuerpo. Las alas rosadas estaban manchadas de polvo y de sangre, pero no quebradas. Uriel, jadeante, extendió la mano hacia su espada caída. El arma respondió a su llamado con un destello radiante, como si reconociera en él no a un vencido, sino a un guerrero que aún no había entregado su último aliento.

Se incorporó, los ojos dorados brillando con la furia del amanecer.

—Aún no has ganado, Belial.

El príncipe del Abismo rió, grave y cruel, con un eco que hacía vibrar el campo entero.

—Tu resistencia me divierte, Uriel. Pero todo lo que resplandece termina por apagarse.

Las cadenas se lanzaron contra él como dragones negros.

El choque de voluntades

Uriel alzó la espada. El aire se llenó de destellos rosados que cortaron la oscuridad como un pincel pintando auroras. Cada golpe era un canto, cada movimiento un verso. La espada ardía con la fuerza de la sabiduría celestial, y por un instante, el mismo cielo pareció detenerse para contemplar el duelo.

Belial contraatacó con ferocidad. Las cadenas se multiplicaron, envolviendo el campo en un torbellino de sombra. Cada impacto de su poder deshacía montañas, quebraba la tierra, extinguía cualquier chispa de esperanza en los que miraban.

Y sin embargo, Uriel no retrocedía.
Su luz, aunque herida, se alzaba como un faro en medio de la tempestad.

La batalla simbólica

La lucha se transformó en un lenguaje de símbolos. Cuando la espada de Uriel atravesaba la oscuridad, no solo destruía cadenas: abría grietas de amanecer en el cielo ennegrecido. Cuando Belial lo golpeaba, el campo entero se sumía en un eclipse, como si la noche eterna quisiera tragarse el universo.

Los ángeles y demonios que presenciaban mantenían la distancia, incapaces de intervenir. Sabían que lo que ocurría allí no era un simple enfrentamiento: era la representación de dos destinos irreconciliables.

La herida

En un movimiento brutal, Belial consiguió envolver una de sus cadenas alrededor del torso de Uriel. El ángel gritó, su luz sofocada como una llama en una tormenta. Fue arrastrado por el suelo, golpeado contra las rocas, y su espada estuvo a punto de escapar de sus manos.

Belial se inclinó sobre él, con los ojos ardiendo de furia y triunfo.

—¿Lo sientes, Uriel? Esta es la verdad del Abismo. Tu luz no es más que un banquete para mí.

Uriel, jadeante, escupió sangre y respondió con voz temblorosa pero firme:

—La luz siempre vuelve… incluso en la noche más larga.

Y con un rugido de fuego interior, extendió sus alas rosadas. El resplandor fue tan intenso que las cadenas que lo apresaban se agrietaron, estallando en fragmentos de sombra.

Uriel se lanzó de nuevo, alzando su espada en un arco perfecto. El golpe alcanzó el hombro de Belial, arrancándole un rugido de ira. El príncipe retrocedió, sorprendido de que su presa aún pudiera herirlo.

—¡Maldito seas, Uriel! —gritó Belial, con su voz sacudiendo los cielos.

Las cadenas se arremolinaron con más violencia que nunca, formando un torbellino oscuro a su alrededor. La tierra tembló, el cielo se quebró, y todo el campo se convirtió en un caos de luces y sombras.

Uriel, exhausto, pero encendido por una determinación imposible, alzó la espada con ambas manos.
Sus ojos dorados reflejaban tanto dolor como esperanza.
Su figura parecía la de un sol a punto de estallar.

El suspenso

La colisión fue inevitable.
El amanecer y la noche se lanzaron uno contra el otro en un choque que desgarró el aire, el cielo y la tierra misma. El estruendo fue tan grande que los ejércitos tuvieron que cubrirse los ojos. Nadie sabía quién había caído, quién había resistido.

Cuando el resplandor se apagó, solo dos siluetas permanecían en pie.
Uriel y Belial, frente a frente, sus ojos llenos de odio y destino. El silencio que siguió no fue paz. Fue el presagio de que lo peor estaba por venir.

Ambos guerreros aún de pie y el resultado incierto, dejan la pregunta latente: ¿quién cederá primero, la luz del amanecer o la noche eterna?




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