El Beso Del Abismo

La Caída del Amanecer

El clímax del combate

El cielo estaba desgarrado en dos.
De un lado, el resplandor de las alas rosadas de Uriel, extendidas como un amanecer que se negaba a morir. Del otro, las cadenas negras de Belial, enroscándose como serpientes colosales, devorando cada rastro de claridad.

Los ejércitos observaban en un silencio expectante, conteniendo la respiración mientras los dos titanes se lanzaban en un último choque.

Uriel, ensangrentado, traicionado, apenas sostenía su espada. Cada movimiento era dolor, pero también convicción. Sus ojos dorados seguían ardiendo, aunque su cuerpo estuviera al borde del colapso. Belial, en cambio, rugía con una fuerza renovada, alimentado por la daga de Sariel que aún rezumaba el veneno de la traición.

Las armas chocaron. Luz y oscuridad se desgarraron en un estallido que partió la tierra, que quebró las montañas en grietas ardientes. El campo entero se convirtió en un mar de fuego y ceniza.

Uriel gritó, su voz retumbando como un canto desesperado.

—¡No seré vencido por tus sombras!

Belial respondió con una carcajada cruel.

—Ya lo eres, Uriel. No por mis cadenas… sino por la traición de tu propia fe.

El golpe final

Sariel se lanzó detrás de Uriel, la daga lista para hundirse de nuevo.
El arcángel lo vio venir con el rabillo del ojo. Giró la espada y lo desarmó en un destello de furia, arrojándolo contra el suelo con un golpe que lo dejó jadeante. Por un instante, la esperanza renació. Pero fue solo un instante.

Belial aprovechó la distracción.
Una de sus cadenas, más grande y más cruel que todas las anteriores, se enrolló en torno a las alas de Uriel. Las apretó con tal fuerza que los huesos crujieron, que la luz se quebró en mil fragmentos.

El grito del arcángel partió el aire.
Su espada cayó al suelo, su brillo apagándose como una estrella que se consume en la distancia. Uriel cayó de rodillas. Belial se inclinó sobre él, con los ojos llameando de triunfo.

—Ahora eres mío.

La derrota

Las cadenas envolvieron el torso, los brazos y las piernas de Uriel, hasta inmovilizarlo por completo. Sus alas quedaron atrapadas, dobladas contra su espalda. La sangre corría por su piel blanca, manchando las plumas rosadas con tonos oscuros.

Uriel aún respiraba, su pecho subía y bajaba con esfuerzo, pero su mirada dorada se negaba a apagarse.

—Puedes encadenar mi cuerpo… —susurró con voz rota— Pero jamás poseerás mi luz.

Belial rió, inclinando el rostro para susurrarle al oído.

—Entonces la encerraré tan hondo que nadie volverá a verla.

Sariel, tambaleante, se levantó del suelo y se acercó con la daga. Sus ojos aún vacíos, incapaces de sostener la mirada de Uriel. El ángel traicionado no dijo nada. Ya no había palabras que pudieran describir la herida que sangraba en su alma.

El inicio de la captura

Las huestes del Abismo rugieron en triunfo cuando Belial levantó a Uriel encadenado, mostrándolo como un trofeo. Los demonios aclamaban, los cielos temblaban, y los ángeles que aún resistían retrocedieron con espanto.

Las cadenas arrastraban al arcángel por el suelo, su cuerpo tambaleante pero su dignidad intacta. Cada paso hacia la oscuridad era un sacrilegio, una herida en la eternidad.

Belial lo condujo hasta las profundidades, hacia los pasillos húmedos del Abismo, donde la luz jamás había existido. Uriel, atado y debilitado, aún resistía en silencio. Su rostro juvenil mostraba dolor, pero también desafío. No lloraba, no imploraba. Solo guardaba la fe de que algún día, alguien rompería las cadenas.

Belial lo encadenó al poste de hierro en la celda más profunda, sellando los grilletes con su propia energía.

—Aquí permanecerás, Uriel, hasta que tu luz se extinga y solo seas un recuerdo roto.

La puerta se cerró con un estruendo, y la oscuridad se tragó al ángel.

El eco en el Abismo

En la celda, el silencio fue absoluto.
El goteo del agua resonaba como un reloj eterno. Uriel, encadenado con los brazos extendidos hacia arriba, respiraba con dificultad. Pero en sus ojos dorados, aún había fuego. Un susurro salió de sus labios, inaudible para los demonios, pero no para el universo.

—No me apagarás…

En los pasillos, una figura se detuvo un instante. Asmodeo. Sus ojos celestes brillaron con una intensidad nueva al escuchar aquella voz débil. Y en su interior, algo cambió.

Uriel derrotado y encadenado en el Abismo respira entrecortado, mientras Asmodeo, en silencio, escucha su resistencia y siente por primera vez la semilla del amor y la rebelión germinar en su pecho.




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