El Beso Del Abismo

La última brasa

La celda respiraba por las grietas. Cada gota que se desprendía del techo caía como un minuto menos de vida, como si el Abismo tuviera su propio reloj hecho de agua y moho. Uriel, con los brazos extendidos hacia arriba y las muñecas abrazadas por grilletes de sombra, sintió que el frío se le instalaba dentro, no en la piel, sino en ese lugar donde antes ardía la llama que lo definía.

Las cadenas no tiraban: bebían. Se estiraban con un rumor de sierpes saciadas, chupaban el resplandor que intentaba escapar por los poros, mordían el dorado de sus ojos hasta volverlo miel amortecida. Las alas rosadas, mármol de amanecer en otros tiempos, temblaban con un brillo que ya no era luz plena, apenas una brasa que parpadeaba en la oscuridad.

—Resiste —se dijo, y su voz fue un hilo— Resiste, aunque sea en silencio.

El silencio, sin embargo, devolvió otro nombre.

Sariel.

La puñalada no estaba en la espalda: estaba en los recuerdos. Se abría otra vez con una nitidez cruel la mano de su amigo, la daga, el temblor de la carne divina al ser traicionada y todo se teñía de esa sombra particular que no produce el Abismo, sino la decepción. El dolor moral le dio náusea. No había grillete más perfecto que aquel: saber que quien sostuvo su espada en días de gloria había elegido soltarla en el momento preciso para verlo caer.

Quiso odiarlo pero no pudo. La misericordia, esa obstinación suya, seguía aferrada a la idea imposible de que algo lo forzó, de que una máscara hablaba por él. Pero el recuerdo de los ojos de Sariel, tranquilos, fríos, rompió cualquier coartada.

—¿Por qué? —susurró, y la celda, agradecida, le devolvió ecos como risas.

La oscuridad aprendió su nombre. Empezó a llamarlo de regreso. Cada vez que Uriel cerraba los ojos para ahorrar luz, sentía el roce de voces, no las de Belial, no las de los demonios, sino las de ángeles remotos que, como campanas mal afinadas, repetían letanías de culpa. No fuiste suficiente. No viste lo obvio. No mereces el amanecer que llevas en la sangre. El Abismo tenía esa crueldad: no solo apagaba, convencía.

Se obligó a respirar en compases, como cuando volaba junto a Miguel sobre valles de música. Uno, dos, tres: el aire entraba y con él llegaban imágenes limpias, los prados de luz, la risa sin miedo, hasta que las cadenas, en celos, apretaban con un chasquido y lo devolvían al suelo y al hierro y a ese olor animal de piedra húmeda.

—No es tuya mi luz —le dijo al poste, a los muros, a su propia voz, como si pudiera educar la materia—No es tuya.

La materia no contestó. Contestó el dolor. Primero en los hombros un incendio helado que subía hasta la base de las alas y luego en el esternón, donde el brillo sagrado parecía latir con irregularidad. Cuando la arritmia empezó, supo que el plan del Abismo no era romperlo, sino desafinarlo: que su canto interior se volviera ruido.

Se miró por dentro. Lo había hecho otras veces, en la guerra y en la paz: descender al santuario de su propia chispa para templar la espada y afilar la voluntad. Allí, entre el pecho y la garganta, lo esperaba el hogar: un cuenco de oro con leche de aurora. Antes lleno, ahora con una línea de luz inclinada, como un vaso mal colocado a punto de derramarse.

No te derrames, pensó. Si te derramas sobre el suelo del Abismo, él te bebe para siempre.

Apretó la mandíbula, alzó cuanto pudo las alas, y con la dignidad de quien firma su nombre por última vez, se cercenó el exceso. No la luz eso jamás sino el desperdicio: el brillo suelto que goteaba inútilmente hacia el piso. Contrajo el resplandor, lo compactó dentro, lo volvió núcleo. El dolor fue un sol que colapsa. Gritó en silencio, las venas encendidas, mientras el rosa pálido de sus plumas se afinaba hasta parecer cristal.

—No me tendrás líquido —respiró— Me tendrás estrella.

Tembló. Cortó la hemorragia de luz, pero pagó un precio: el mundo externo se oscureció un grado. La humedad le pareció más fría, el hierro más pesado, las voces más nítidas. Y entre todas, una se recortó con claridad de cuchillo.

—Hermoso truco, amanecer.

Belial no entró. Se insinuó. La sombra de su cuerpo llenó el marco de la puerta y el resto lo ocuparon sus cadenas, reptando como curiosas por el suelo.

—¿Te parece un truco? —Uriel no inclinó la cabeza. No lo haría.

—Me parece música rara, y ya sabes que me encanta romper instrumentos. —Las cadenas treparon por el poste y rozaron, sin tocar, la curva de un ala— ¿Qué sabrá de amor un cáliz que no se derrama?

Uriel apretó las muelas para no concederle el temblor. La pregunta tocaba un nervio que no quería regalar.

—Vengo a enseñarte paciencia —siguió Belial— La luz que no se rinde a la noche no aprende su altura. Y tú tienes que aprenderla, trofeo. Que cuando salga a mostrarte, reluzcas lo justo: ni tanto como para cegar a mis súbditos, ni tan poco como para aburrirlos.

—No soy tu espectáculo.

—Eres mi discurso —Belial rió sin sonido— El argumento que levanta multitudes. Miren, hermanos, cómo la fe de los cielos sangra como todos. Qué maravilloso será.

Las cadenas acariciaron el aire, indecentes, y se retiraron. Belial se fue como vino: en ruina elegante. Uriel dejó caer la cabeza hacia atrás para oxigenar. En el hueco que perdió al hacerlo, la memoria volvió a entrar: Sariel. La sangre bajándole por los dedos en aquella llanura rota, el gusto metálico en la boca, y la voz del amigo diciendo, con algo que no era odio sino vacío: El Cielo no es lo que crees.

—Te creí —murmuró Uriel, en un idioma más viejo que el dolor.

El tiempo siguió goteando. A veces, por puro orgullo, contaba hasta llegar a cifras absurdas. Otras, buscaba sonido en la piedra, como si pudiera hallar en la textura un mapa. Encontró, al cabo de una eternidad, un latido. No el suyo—ése era brasa guardada—sino otro, más distante, igual de obstinado. Se aferró a él: una señal de que el universo no había aceptado la clausura del Abismo.




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