El Beso Del Abismo

La Agonía del Amanecer

La luz que se consume

La celda ya no era solo prisión: era un cementerio de auroras. Cada día si es que el Abismo podía llamarlo así Uriel sentía cómo su resplandor interior se iba apagando lentamente. El aire estaba envenenado con sombras que absorbían lo poco que aún quedaba de su brillo.

Sus alas rosadas, antes orgullo y símbolo, parecían ahora pétalos marchitos. Cada pluma perdía su color, pasando de un rosa radiante a un gris apagado. El dolor físico era constante, pero lo insoportable era sentir cómo la música de su ser se volvía silencio.

—Padre… —susurró, con los labios resecos— ¿Dónde estás?

El eco no devolvió respuesta. Solo un goteo metálico, burlándose de cada plegaria.

La traición como herida abierta

La daga de Sariel aún ardía en su recuerdo. No importaba que la herida física hubiera cerrado, las cadenas habían sellado en él un dolor más profundo: la certeza de haber sido traicionado por aquel en quien más confiaba.

Uriel lo veía en sueños. Veía el rostro de Sariel mirándolo sin remordimiento, veía la daga entrar en su espalda, sentía la fuerza de las alas que alguna vez lo protegieron ahora usarse contra él.

El Cielo no es lo que crees.

Aquella frase lo perseguía como un espectro. ¿Era verdad? ¿Había luchado toda su vida por un ideal vacío? ¿Acaso la Hermandad estaba condenada desde el principio?

La duda lo corroía más que las cadenas. Porque la oscuridad podía apagar la luz, pero la traición la corrompía desde dentro.

Uriel cerraba los ojos para no llorar, pero las lágrimas caían solas. Y cada lágrima que tocaba el suelo ardía al contacto con el hierro negro, convirtiéndose en humo. Como si el Abismo se deleitara en beber hasta su sufrimiento.

El intento de resistencia

Pero Uriel no era un ángel cualquiera. Era guerrero, forjado junto a Miguel, probado en las batallas del alba.

Incluso encadenado, incluso debilitado, aún intentaba resistir.
Compactaba su luz en el interior, impidiendo que las cadenas la devoraran del todo. Se obligaba a recordar paisajes del Cielo, a repetir mentalmente los cantos sagrados.

Pero cada día la tarea era más difícil. Cada día la oscuridad parecía tener más argumentos.

—Ríndete —susurraban las cadenas, con voces que imitaban la de Sariel— Tu lucha no tiene sentido.

Uriel apretaba los dientes, resistía.
Pero en el fondo, temía. Temía que llegara el día en que no pudiera distinguir la voz de las cadenas de su propia voz.

El espejismo de Sariel

Una noche si es que la noche existe donde todo es tiniebla Uriel abrió los ojos y lo vio. Sariel. De pie frente a la celda, con su luz intacta, con el mismo rostro que había amado como hermano.

—Perdóname —dijo Sariel, y por un instante, la esperanza estalló en el pecho de Uriel.

—¿Vas a liberarme? —preguntó, con voz temblorosa.

Sariel sonrió, extendió la mano… y entonces sus ojos se oscurecieron.
La sonrisa se torció en un gesto cruel, y la daga reapareció en su mano.

Uriel gritó. El espejismo se desvaneció en humo. El Abismo había jugado con su mente. Lo había hecho revivir la traición, solo para arrancarle más lágrimas. Uriel bajó la cabeza, exhausto. Su corazón estaba al borde de la rendición.

La semilla de la rebelión

Y fue entonces, cuando la desesperación parecía total, que lo sintió otra vez. Ese latido. No suyo, sino de alguien más, golpeando a través de la piedra, como si un corazón humano desafiara la eternidad del Abismo.

Uriel alzó la cabeza. En sus ojos dorados, apagados por la duda, un destello volvió a encenderse. No estaba solo. Había alguien fuera, alguien que lo escuchaba, alguien que no lo dejaba morir en silencio.
Ese latido fue suficiente para que el ángel resistiera un día más.

Las cadenas crujieron, tensándose como si supieran que algo estaba cambiando. El aire se volvió pesado, y en la penumbra de la celda, Uriel juró que escuchó un susurro:

—Resiste. Vendré por ti.

Su corazón golpeó con fuerza, pero no supo si fue una voz real o solo un delirio de su fe rota.

En ese instante, la puerta de la celda comenzó a abrirse con un chirrido lento. Y no era Belial. Ni Sariel. Era otra sombra. Una que traía consigo un peligro tan grande como la esperanza.




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