La entrada en secreto
El chirrido de la puerta fue apenas un susurro. Asmodeo, príncipe del Abismo, se deslizó dentro con la destreza de un depredador, pero sus pasos no llevaban hambre… llevaban duda.
El aire de la celda estaba impregnado de humedad y sombras, pero en medio de todo eso, la figura encadenada de Uriel brillaba débilmente, como una estrella que se resiste a morir. El ángel abrió los ojos, y su mirada dorada, aunque cansada, se clavó en él como una espada.
Asmodeo contuvo la respiración.
¿Por qué estaba allí? ¿Por qué regresaba noche tras noche? ¿Por qué ese resplandor que debería repelerlo lo atraía como nunca antes?
Su corazón golpeó con fuerza, y algo en su interior algo que había creído muerto se estremeció.
La confusión del príncipe
La luz no debería alcanzarme…, pensó.
Él era uno de los siete príncipes del Abismo, un devorador de pasiones, un destructor de voluntades. Pero cuando veía a Uriel encadenado, herido, respirando con dificultad, lo único que quería era protegerlo. Y en ese deseo, algo más despertó: un eco lejano, un poder olvidado. No era fuego, no era lujuria, no era destrucción. Era sanación.
El mismo don que una vez compartió con Rafael antes de caer.
Un don que se había apagado cuando el Abismo lo reclamó. Un don que ahora, inexplicablemente, resurgía.
Asmodeo miró sus manos. Por primera vez en siglos, ardían con un resplandor azulado, suave, casi humano. Y supo que ese poder no había vuelto para cualquiera.
Solo para él.
Solo para Uriel.
La sanación
Se acercó, temblando por dentro.
Uriel lo miraba con ojos entrecerrados, demasiado débil para resistir, demasiado digno para implorar.
—¿Vienes a burlarte de mí? —susurró el ángel, su voz quebrada.
Asmodeo cayó de rodillas junto a él.
—No. Vengo a salvarte… aunque no entiendo por qué.
Extendió las manos y las posó sobre el pecho herido de Uriel. Al instante, una corriente de calor lo atravesó. No era el ardor de la lujuria demoníaca, sino el fuego limpio de la vida. La oscuridad retrocedió como si huyera, y la piel de Uriel comenzó a brillar.
Las heridas se cerraron lentamente, cada corte borrándose como si nunca hubiera existido. El rostro del ángel recuperó su tersura, su blancura resplandeciente. Sus alas, antes apagadas, vibraron con un resplandor rosado que llenó la celda con un amanecer imposible. Uriel jadeó, incrédulo.
—Esto… esto no puede ser…
Asmodeo lo miró, igual de asombrado.
—Yo… no sabía que aún podía. Pensé que ese poder había muerto conmigo.
El ángel extendió una mano temblorosa y tocó la de él, aún ardiendo con el resplandor azul.
—No murió. Solo dormía. Y ha despertado… porque tu alma aún recuerda lo que eres en verdad.
El diálogo prohibido
El silencio los envolvió. Solo quedaba la respiración entrecortada de Uriel y el latido acelerado de Asmodeo.
—¿Por qué solo contigo? —preguntó el príncipe, con una voz quebrada que no se parecía en nada al tono cruel que mostraba ante sus hermanos— ¿Por qué mi poder regresa solo para ti?
Uriel lo miró con dulzura, incluso encadenado.
—Porque no me odias, Asmodeo. Porque tu oscuridad aún guarda una chispa de luz… y yo la veo.
Asmodeo apretó la mandíbula, sintiendo un vértigo imposible.
—Esto es una locura. Si Belial lo descubre, me destruirá.
Uriel sonrió débilmente, aunque su luz brillaba más fuerte que nunca.
—Entonces no lo hagas por mí. Hazlo por ti. Deja que esa luz te recuerde quién eras.
Las palabras lo atravesaron como espadas. Y en ese instante, Asmodeo entendió lo que tanto temía aceptar: estaba enamorándose. Uriel, ahora más fuerte, levantó el rostro y lo miró fijamente, con ojos dorados que parecían soles.
—Asmodeo… ayúdame a salir de aquí.
El demonio tragó saliva. Sabía que liberar a Uriel significaba declararse enemigo del Abismo, de sus propios hermanos, de todo lo que lo había definido. Pero cuando los labios del ángel pronunciaron su nombre, el eco en su pecho fue más fuerte que cualquier cadena.
Un ruido lo interrumpió: el eco de pasos en el pasillo. Belial. El resplandor azul en sus manos se extinguió de golpe, y la puerta comenzó a abrirse con un chirrido lento.