La doble vida de Asmodeo
Cada noche, cuando el Abismo callaba, Asmodeo regresaba a la celda. Su corazón era un campo de batalla: fingía ser el príncipe cruel ante sus hermanos, pero entre esas paredes húmedas y oscuras, se convertía en lo que nunca pensó que volvería a ser: un ángel que recordaba lo que era amar.
Las primeras veces, solo se acercaba para sanar las heridas de Uriel. Con las manos temblorosas, dejaba fluir ese poder azul que aún lo sorprendía. El resplandor devolvía a Uriel la fuerza, el color de sus alas, la vitalidad de su piel. Y cada sanación era un sacrilegio y un consuelo.
Pero pronto, no fue suficiente.
Asmodeo no solo quería verlo sano: quería escucharlo, quería que su voz llenara el vacío que el Abismo había dejado en su alma.
La voz que rescata
—No entiendo por qué vuelves —susurró Uriel una noche, después de que Asmodeo curara las heridas más recientes que Belial le había dejado.
Asmodeo lo miró con los ojos celestes ardiendo en contradicción.
—Tampoco yo lo entiendo. Solo sé que, lejos de ti, me siento vacío.
Uriel, encadenado pero sereno, arqueó las cejas.
—¿Vacío? Tú eres uno de los siete príncipes del Abismo. Eres temido, adorado por demonios y mortales. ¿Qué te falta?
Asmodeo bajó la mirada. Su voz salió casi como un niño perdido.
—Me falta lo que ustedes llaman luz.
Uriel lo observó, sorprendido por la confesión. Y aunque el dolor aún lo atravesaba, permitió que una sonrisa tenue iluminara su rostro.
—Tal vez nunca la perdiste del todo.
Las palabras del ángel fueron un bálsamo más fuerte que la propia sanación.
El roce prohibido
Cada encuentro se volvía más íntimo. No en lo carnal, sino en lo invisible. El roce de sus manos al sanar, las miradas que se prolongaban demasiado, los silencios que hablaban más que cualquier frase.
Una noche, Asmodeo no pudo evitarlo. Cuando terminó de curar las heridas del torso de Uriel, dejó la palma sobre su corazón. Sintió el latido firme, obstinado, lleno de vida. Uriel cerró los ojos.
—¿Qué ves en mí, Asmodeo?
El príncipe tragó saliva.
—Veo lo que nunca pensé que volvería a encontrar: la certeza de que no todo en mí está muerto.
Uriel abrió los ojos, dorados, brillando en la penumbra.
—Entonces no lo desperdicies.
La tensión era insoportable. El deseo de tocarlo más, de liberarlo, de confesarle lo imposible, lo quemaba por dentro. Pero sabía que una sola palabra mal pronunciada podría condenarlos a ambos.
El riesgo de ser descubierto
No siempre estaban solos. Hubo noches en que pasos resonaban en los pasillos, y Asmodeo debía apartarse a tiempo, dejar a Uriel fingiendo debilidad, ocultar la luz de su poder. Cada vez, el miedo era peor. Cada vez, Belial parecía más cerca de descubrirlos.
—¿Y si algún día no alcanzas a ocultarte? —preguntó Uriel, con voz grave.
—Entonces moriré contigo —respondió Asmodeo sin titubear.
Uriel lo miró con un asombro que no pudo disimular.
—No… no digas eso. Tu vida vale demasiado.
Asmodeo sonrió, triste y ardiente.
—Solo ahora vale algo.
El despertar del amor
Hubo una noche distinta. El aire del Abismo estaba más pesado de lo habitual, como si el propio reino sospechara. Asmodeo entró y encontró a Uriel temblando, sus cadenas impregnadas de un veneno oscuro. Belial lo había castigado con saña.
Asmodeo no dudó. Se arrodilló frente a él, tomó su rostro entre sus manos y vertió todo su poder de sanación. La luz azul y la rosada se mezclaron, inundando la celda con un resplandor prohibido. Cuando el dolor se disipó, Uriel lo miró con lágrimas en los ojos.
—No entiendo por qué arriesgas tanto por mí.
Asmodeo bajó la frente hasta apoyarla en la de él.
—Porque contigo vuelvo a sentirme vivo.
El silencio que siguió fue tan intenso que el Abismo pareció contener la respiración. Pero la calma se quebró. Un estruendo resonó en los pasillos. Voces. Cadenas arrastrándose. Belial se acercaba, y no estaba solo: los pasos de otros príncipes acompañaban los suyos.
Asmodeo retrocedió, el corazón desbocado. Uriel, con los ojos aún brillantes, lo sostuvo con la mirada.
—Ve —susurró— No dejes que te atrapen aquí.
Asmodeo apretó los dientes. No quería irse. No quería dejarlo solo otra vez. Pero sabía que si lo descubrían ahora, todo terminaría.
Se ocultó entre las sombras justo cuando la puerta empezó a abrirse.