El Beso Del Abismo

El Juicio del Abismo

La procesión de las sombras

El Abismo entero rugía como un anfiteatro hambriento.
Los demonios se agolpaban en gradas de piedra negra, sus ojos ardiendo con ansia, esperando el espectáculo. En el centro, sobre un estrado tallado con runas de condena, estaba encadenado Uriel.

Las cadenas de Belial lo sujetaban con crueldad, elevando sus brazos hacia arriba como si fuera un trofeo colgado en exposición. Sus alas, aún rosadas pero marchitas por el dolor, temblaban bajo el peso de la oscuridad.

Los siete príncipes rodeaban el estrado. Belial al frente, altivo y triunfante; Leviatán, Mammon, Astaroth, Baal, Behemot… y entre ellos, Asmodeo.

El príncipe de los ojos celestes se obligaba a mantener el rostro frío, una sonrisa cruel dibujada en sus labios. Pero en su interior, su luz secreta ardía con furia, y cada fibra de su ser gritaba por liberar a Uriel de aquella humillación.

El discurso de Belial

Belial levantó los brazos, y el rugido de los demonios se convirtió en un silencio expectante.

—¡Contemplad, hermanos! —su voz retumbó como trueno— Este es Uriel, el guerrero que se creyó tan grande como Miguel, el que se atrevió a enfrentarme en batalla. Y ahora… ¡mírenlo!

El estruendo de carcajadas demoníacas llenó el aire. Belial paseó alrededor de Uriel como un depredador.

—Un ángel convertido en nada más que un adorno para nuestro reino. Y hoy, mis hermanos, demostraremos que hasta la luz más pura puede ser desgarrada por nuestras manos.

El intento de arrancar la luz

Uno a uno, los príncipes extendieron sus manos. Las cadenas vibraron, y la carne de Uriel ardió cuando la oscuridad trató de penetrar en su interior. Intentaban arrancar un fragmento de su luz, robar la chispa divina que aún ardía en él.

Uriel gritó, un sonido que atravesó las gradas como un cuchillo. Su cuerpo se arqueó, sus alas se estremecieron, y el aire se llenó de un resplandor rosado que se resistía a ser extinguido. Pero la luz no cedía. No podían arrancarla. Belial gruñó, furioso, apretando más la presión de sus cadenas.

—¡¿Por qué no se quiebra?!

El esfuerzo de los siete príncipes se convirtió en un espectáculo grotesco: la oscuridad se arremolinaba, pero la luz de Uriel permanecía intacta, aunque cada intento lo desgarraba físicamente. Su piel se rajaba, la sangre corría, y sus ojos dorados se empañaban de lágrimas.

El tormento de Asmodeo

Asmodeo observaba, inmóvil, su corazón desbordado por una mezcla insoportable de rabia y amor. Cada grito de Uriel era un látigo que lo golpeaba por dentro. Tuvo que apretar con fuerza los puños para no revelar nada, para mantener la máscara de indiferencia.

Pero Uriel lo sintió. Incluso en medio del dolor, incluso con la oscuridad arrancándole la carne, lo sintió. Giró el rostro apenas un instante, y sus ojos dorados se encontraron con los celestes de Asmodeo. Lo vio. Vio el dolor que intentaba esconder.

Y entonces, Uriel cerró los ojos.
No por rendición, sino para protegerlo. Si seguía mirándolo, si los demás notaban ese vínculo, todo terminaría.

Asmodeo entendió. Un nudo en su garganta lo asfixió, pero no permitió que su rostro se quebrara. Fingió disfrutar del tormento, incluso sonrió con crueldad mientras en su interior, la semilla de un plan desesperado crecía como un incendio.

La semilla del plan

Los demonios rugían, celebrando la tortura, convencidos de que Uriel estaba cada vez más cerca de quebrarse. Pero Asmodeo veía algo que ellos no.

La luz del ángel, aunque debilitada, no se dejaba arrancar. Ningún príncipe podía poseerla. Ningún demonio podía devorarla. Esa resistencia era única, era divina. Y fue entonces cuando lo entendió:
Uriel no era solo un trofeo. Era la llave.

La llave que podría abrir no solo la celda, sino el mismo corazón dormido de Asmodeo.

En su interior, la chispa de luz que Uriel había despertado ardió más fuerte. Y supo que, si quería salvarlo, tendría que arriesgarlo todo: su título, su reino, su eternidad.

Belial, agotado por el esfuerzo inútil de arrancar la luz, levantó las cadenas y rugió ante la multitud:

—¡Que sufra! ¡Si no puedo robar su luz, lo haré gritar hasta que implore por la muerte!

Las cadenas se apretaron con violencia, arrancando un alarido desgarrador de Uriel.
Los demonios vitorearon, embriagados por el espectáculo.

Asmodeo, con los ojos ocultos bajo las sombras de su cabello negro, apretó los dientes hasta hacerse sangrar. Su corazón latía con una única verdad: la hora de actuar se acercaba.

Uriel al borde del colapso y Asmodeo decidido en silencio a rebelarse contra sus hermanos y la oscuridad envolviéndolo a todos.

¿Cuándo y cómo romperá Asmodeo el lazo con el Abismo para salvar al ángel que le devolvió la luz?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.