La decisión
El Abismo dormía en un silencio extraño, pesado como un presagio. Asmodeo caminaba entre las sombras, con la mente ardiendo. El recuerdo de los gritos de Uriel, de su luz resistiendo aun cuando siete príncipes intentaron arrancarla, lo perseguía como una obsesión.
Ya no podía esperar más. El plan debía ejecutarse esa misma noche. Sabía que sería condenado, sabía que el Abismo lo llamaría traidor y sus hermanos lo devorarían si lo descubrían. Pero ninguna condena le importaba. Porque por primera vez en su existencia, tenía algo que proteger.
La celda
Cuando entró en la celda, Uriel estaba encadenado, el rostro cubierto de sudor y sangre seca. Sus alas, aunque marchitas, seguían brillando tenuemente, como un faro en la oscuridad. Uriel lo miró débilmente.
—Volviste… —susurró.
Asmodeo se arrodilló junto a él, y sus manos volvieron a encenderse con el resplandor azul.
—No solo volví. Esta noche salimos de aquí.
Los ojos dorados de Uriel se abrieron con asombro.
—¿Estás… enloqueciendo? Este es el corazón del Abismo. Nadie escapa.
Asmodeo sonrió, y en esa sonrisa había desafío y fuego.
—Entonces seremos los primeros.
La ruptura de las cadenas
Las cadenas de Belial eran oscuridad pura, forjadas con el odio de siglos. Asmodeo puso sus manos sobre ellas y cerró los ojos. El resplandor azul de su poder y el rosado de la luz de Uriel se mezclaron, brillando como un amanecer imposible en medio del infierno.
Hubo un crujido, un rugido, y las cadenas comenzaron a resquebrajarse. El Abismo entero pareció estremecerse, como si despertara de un sueño. Uriel, sintiendo la liberación, jadeó. Sus alas se desplegaron con dificultad, pero la chispa de su fuerza regresó.
—Asmodeo… —murmuró con emoción— Estás rompiendo lo imposible.
—No lo hago yo —respondió él, con los ojos celestes ardiendo— Lo hacemos juntos.
Con un rugido final, las cadenas se rompieron y cayeron hechas polvo.
La persecución
El eco del rompimiento recorrió el Abismo como un grito.
Los muros vibraron, y desde las profundidades, voces demoníacas se alzaron. Pasos, rugidos, alas negras batiendo. Los guardias venían.
—¡Corre! —gritó Asmodeo, tomando la mano de Uriel.
Juntos corrieron por los pasillos de obsidiana. El aire era un torbellino de sombras, y cada esquina se llenaba de enemigos.
Uriel, débil pero decidido, extendía sus alas para protegerlos, desviando los ataques de los demonios. Asmodeo, con su poder oscuro, abría camino como un torbellino de fuego y acero. Era la danza imposible de la luz y la sombra luchando lado a lado.
El enfrentamiento
Cuando alcanzaron la sala del portal, Belial ya los esperaba. Su sonrisa era la de un depredador que había previsto la traición.
—Sabía que no resistirías, Asmodeo —dijo, alzando las cadenas vivientes— Creí que fingías bien, pero el amor siempre delata.
Uriel se adelantó, tambaleante, pero con la voz firme.
—No lograrás retenerme, Belial. Ni a mí… ni a él.
La furia en los ojos de Belial se encendió como un volcán.
—¡Entonces los devoraré a los dos!
El choque fue brutal: Belial lanzó sus cadenas, Asmodeo las interceptó, y Uriel, aunque herido, desplegó sus alas rosadas para lanzar un destello que cegó momentáneamente al príncipe. Era la batalla de su vida, la apuesta final.
La huida
En medio del caos, Asmodeo abrió un portal con el poder que jamás pensó que volvería a usar. Sus ojos celestes brillaron con un fulgor casi divino, como si la chispa de luz de Uriel hubiera despertado en él un poder olvidado.
—¡Ahora, Uriel! —gritó, empujándolo hacia la abertura.
Uriel dudó un instante. No quería dejarlo.
—¡Tú primero!
Asmodeo lo miró con una mezcla de rabia y ternura.
—No discutas conmigo, ángel. ¡Ve!
Uriel cruzó el portal, sus alas desplegadas en un resplandor rosado. Asmodeo lo siguió de inmediato, justo cuando las cadenas de Belial se cerraban sobre ellos. El portal se deshizo con un estruendo que sacudió el Abismo entero.
Cayeron en un mundo distinto. El aire olía a tierra y a libertad, el cielo nocturno brillaba con estrellas. Uriel respiró profundamente, con lágrimas en los ojos. Asmodeo, a su lado, se arrodilló exhausto. Sus manos aún temblaban, su poder casi agotado.
Pero no tuvieron tiempo de saborear la libertad. A lo lejos, un rugido estremeció la tierra.
Belial los había seguido.