El nuevo mundo
El aire era distinto. Asmodeo respiró hondo, sintiendo por primera vez en siglos el olor a lluvia, a tierra viva, a viento libre. Estaban en un claro rodeado de montañas, bajo un cielo tachonado de estrellas.
A su lado, Uriel se tambaleaba. Su piel aún brillaba con un resplandor tenue, pero sus alas rosadas estaban desgarradas, su cuerpo herido por las cadenas del Abismo. Aun así, sus ojos dorados irradiaban algo imposible de extinguir: determinación.
—Estamos libres —susurró, con voz entrecortada.
Asmodeo lo miró, y por un instante deseó que el tiempo se detuviera allí, que el mundo no reclamara nada más de ellos. Pero lo supo en lo profundo: Belial jamás los dejaría en paz.
La llegada de la cacería
El silencio nocturno se quebró con un rugido que no pertenecía a ninguna criatura de la tierra. De entre las sombras de los árboles emergieron figuras deformes: demonios enviados desde el Abismo, sus cuerpos retorcidos, sus ojos rojos brillando como brasas.
Uno de ellos levantó la cabeza y olfateó el aire.
—La luz… la sentimos…
Uriel se tensó.
—Vienen por nosotros. Y no les importa lo que destruyan.
Asmodeo lo sabía. Los demonios no solo los cazaban a ellos: arrasarían cualquier aldea, devorarían cualquier alma humana que encontraran. Y eso no podían permitirlo.
La primera batalla
El grupo de demonios avanzó con rugidos y chillidos. Sus garras brillaban con fuego negro, su mera presencia marchitaba la hierba bajo sus pies. Asmodeo dio un paso al frente, los ojos celestes ardiendo.
—No dejaremos que pasen.
Uriel, tambaleante, desplegó sus alas.
—Aunque nos cueste la vida.
Los demonios atacaron. La primera embestida fue brutal: tres criaturas saltaron sobre ellos, y Uriel apenas logró levantar un muro de luz con su brazo extendido. El destello repelió a las bestias, pero el esfuerzo lo hizo sangrar por la boca.
Asmodeo giró, invocando llamas azules que brotaron de sus manos. Una ráfaga de fuego ardió en el aire y derribó a dos demonios, pero su cuerpo tembló por el desgaste.
—¡Estamos demasiado débiles! —gruñó Asmodeo, empapado en sudor.
Uriel jadeaba, la frente perlada.
—Entonces… tendremos que luchar con lo que nos queda.
El costo del combate
Los demonios se reorganizaron. Uno, más grande, se lanzó contra Uriel y lo derribó al suelo, clavándole las garras en el hombro. Uriel gritó, pero con un giro desesperado extendió sus alas y atravesó al monstruo con un destello de luz rosada.
El cuerpo del demonio cayó, disuelto en humo. Uriel temblaba, apenas capaz de levantarse. A su lado, Asmodeo recibía el ataque de dos bestias a la vez. Uno lo mordió en el brazo, y la sangre oscura manó en un chorro. Con un rugido de rabia, Asmodeo alzó la mano libre y destrozó a la criatura con una explosión de fuego azul.
Su respiración era un jadeo, sus rodillas amenazaban con doblarse. Pero cuando se miraron, ambos supieron lo mismo: ninguno pensaba rendirse.
Los demonios restantes rodearon a Uriel y Asmodeo, gruñendo, como lobos a punto de devorar a su presa.
Uriel se inclinó hacia Asmodeo, el sudor y la sangre marcando su rostro.
—Si caemos aquí, caeremos juntos.
Asmodeo lo miró, y en sus ojos celestes brilló una chispa de ternura imposible.
—No caeremos, Uriel. Aún no.
Se tomaron las manos, y al hacerlo, la luz de Uriel y el fuego de Asmodeo se entrelazaron. Una onda de energía estalló alrededor de ellos, empujando a los demonios hacia atrás. Era débil, inestable, pero suficiente para abrir un instante de respiro.
El suelo tembló bajo los pies de ambos. Los demonios retrocedieron… pero no huyeron. Un rugido más profundo resonó en la distancia, más fuerte, más terrible que los demás. Asmodeo palideció.
—No es un simple grupo de cazadores… Belial ha enviado a uno de sus heraldos.
Uriel, jadeando, apretó la mano de Asmodeo.
—Entonces será aquí donde descubramos si nuestra unión es nuestra fuerza… o nuestra condena.
El bosque entero se estremeció cuando una sombra gigantesca emergió entre los árboles.