El Beso Del Abismo

Refugio de Luz y Sombras

El escondite

La batalla había terminado, pero el precio fue demasiado alto. Uriel y Asmodeo, heridos y exhaustos, apenas lograron alcanzar la entrada de una cueva en lo alto de una montaña. Sus manos unidas crearon un escudo único: un círculo vibrante de fuego azul y luz rosada que se extendió como una esfera protectora.

Cuando el hechizo se cerró, un silencio bendito los envolvió. El aire era fresco, la oscuridad de la cueva cálida y acogedora. Por primera vez desde su huida, estaban a salvo. Asmodeo se dejó caer contra la pared, jadeando, con sangre en el brazo. Uriel lo miró con preocupación y se arrodilló frente a él.

—Déjame ayudarte…

Su mano dorada se posó sobre la herida. Al contacto, el resplandor de ambos volvió a mezclarse. El fuego azul y la luz rosada danzaron, cerrando lentamente la herida. Asmodeo lo observó, los ojos celestes brillaban suavemente.

—Nunca pensé que volvería a sentir algo así… paz.

Uriel sonrió con ternura.

—Tú la creaste, Asmodeo. No el escudo, es este momento.

La intimidad del refugio

El ángel se sentó a su lado, recostando sus alas rosadas sobre la fría roca. Asmodeo, sin pensarlo, extendió un brazo y lo rodeó. Por un instante no fueron fugitivos, ni príncipe ni arcángel, ni sombra ni luz. Solo dos seres agotados encontrando consuelo en el otro. Uriel apoyó la frente en el hombro de Asmodeo.

—Estamos solos contra todo. Ni el Cielo nos ayudará, ni el Abismo nos aceptará.

Asmodeo cerró los ojos, sintiendo la verdad de esas palabras.

—Entonces seré tu refugio, aunque el mundo entero arda.

El silencio se volvió íntimo, cargado de una tensión nueva. El latido de sus corazones se mezclaba, y la calidez de sus cuerpos disipaba el frío de la montaña. Uriel levantó la mirada, dorada y vulnerable.

—¿Por qué haces esto por mí?

Asmodeo respondió sin vacilar:

—Porque contigo descubrí que aún soy capaz de amar.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, demasiado pesadas para romperse.

El descanso imposible

Finalmente, agotados, se recostaron dentro de la cueva. Uriel se durmió primero, su respiración tranquila, sus alas resplandeciendo suavemente en la penumbra.

Asmodeo lo observó largo rato. Pasó los dedos por un mechón de sus cabellos rubios y se permitió una sonrisa leve, algo que jamás mostraría ante otro ser.

—No dejaré que nadie te arrebate de mí. Ni Belial… ni el Cielo.

Su juramento quedó grabado en la esfera protectora, como un eco eterno.

La furia de Belial

En lo más profundo del Abismo, Belial rugía. Sus cadenas golpeaban las paredes de obsidiana, quebrándolas como si fueran cristales. Sus huestes temblaban ante su ira.

—¡Desaparecieron! —bramó— ¡No hay rastro, no hay sombra, nada!

Sus hermanos lo observaban desde la penumbra, algunos con desdén, otros con cautela. Solo Astaroth se atrevió a hablar.

—Tal vez Asmodeo no es el aliado que crees.

Belial lo fulminó con la mirada, las cadenas agitándose como serpientes.

—¡Cállate! Nadie traiciona al Abismo sin pagar el precio. Si Asmodeo rompió su lealtad, yo mismo lo arrastraré de vuelta.

Golpeó el suelo, y de la grieta surgieron demonios alados, bestias de guerra.

—Búsquenlos. Quiero sus cuerpos o sus cenizas.

Pero en su interior, Belial lo sabía: no era solo rabia por la huida. Era celos. Uriel, el ángel que no pudo quebrar, ahora pertenecía a otro. Y eso lo consumía. De vuelta en la cueva, Uriel despertó sobresaltado, su mirada dorada fija en la entrada.

—Lo siente —murmuró, con el corazón agitado— Belial no se detendrá.

Asmodeo lo tomó del rostro y lo obligó a mirarlo.

—Entonces que venga. Porque esta vez… no pienso dejarte solo.

Fuera de la cueva, el viento soplaba con un presagio oscuro. El escudo brillaba tenuemente, pero el destino sabía que no resistiría para siempre.




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