El disfraz entre los hombres
La ciudad vibraba con vida como un corazón latiendo en medio de la noche. Calles iluminadas, gente apurada, risas que se escapaban de los bares, los murmullos de miles de pasos sobre el asfalto. Entre esa marea de humanidad caminaban Uriel y Asmodeo, ocultando lo que eran.
Habían aprendido a bajar la mirada, a vestir ropas sencillas, a caminar como si el peso de un mundo no descansara en sus hombros. Uriel mantenía sus alas invisibles, escondidas tras un velo de ilusión; Asmodeo, con su porte de príncipe disfrazado de hombre corriente, parecía solo otro transeúnte nocturno.
Pero en la superficie de sus miradas se leía la verdad: Vivían al filo de una espada invisible.
Asmodeo, con el cabello negro cayendo sobre sus ojos celestes, mantenía la vista en cada reflejo de los escaparates. Uriel, con su luz dorada apagada por un hechizo tenue, contenía su respiración como un soldado a punto de entrar en combate. Ambos sabían que ese disfraz era un respiro… y nada más.
El rugido que quebró la noche
El ruido llegó primero como un murmullo profundo. Los humanos lo confundieron con un trueno lejano, con el paso de un tren subterráneo. Pero entonces la vibración se volvió insoportable, como si la tierra misma gimiera.
El cielo nocturno se desgarró en un rugido metálico. Un coche estacionado salió volando como si lo hubiera lanzado un gigante invisible, girando en el aire antes de estrellarse contra la avenida. El estruendo reventó las vidrieras, y los cristales se derramaron sobre la multitud como lluvia afilada.
Los gritos comenzaron en oleadas.
Primero uno, luego cientos. Un torrente humano corrió en todas direcciones. El orden de la ciudad se quebró como un espejo golpeado por una piedra. Y entre el humo de la primera explosión, las sombras comenzaron a tomar forma.
El descenso de los demonios
Las criaturas emergieron como pesadillas paridas por la oscuridad. Demonios de cuerpos retorcidos, piel cuarteada como carbón ardiente, alas negras de hollín que escupían cenizas con cada aleteo. Sus ojos eran brasas incandescentes, fijos en una sola presa: la luz que Uriel no podía ocultar del todo, y la chispa que en Asmodeo había despertado.
El primero rugió, un sonido tan agudo que hizo sangrar los oídos de quienes aún estaban cerca. Otro lanzó una llamarada negra contra un bus que explotó en un destello naranja. El asfalto tembló bajo las garras de la horda. Uriel apretó los dientes.
—Nos encontraron…
Asmodeo, con los ojos brillando como relámpagos celestes, respondió:
—Entonces que vean lo que somos.
El caos humano
La ciudad se transformó en un infierno en segundos. Personas corriendo por todas direcciones, tropezando unas con otras, arrastrando a sus hijos con el pánico pintado en el rostro. Los autos chocaban, volcaban como juguetes, incendiándose en cadena.
Un edificio de oficinas se partió como si fuera de cristal cuando un demonio se estrelló contra él; la nube de polvo cubrió la calle como una tormenta de cenizas. El humo y el fuego envolvían las farolas caídas, que chisporroteaban como serpientes de luz moribunda.
Los periodistas que intentaron filmar apenas lograron enfocar las siluetas monstruosas antes de que sus cámaras explotaran en sus manos, derritiéndose como cera al sol. Era como si la realidad misma rechazara ser registrada.
Alas en la tormenta
Uriel y Asmodeo quedaron atrapados en el centro. La multitud corría alrededor de ellos, pero era inútil: los demonios solo tenían ojos para ellos. Uriel respiró hondo, y por primera vez en el mundo humano, dejó caer el velo. Sus alas rosadas estallaron en luz, un amanecer en medio de la noche, tan brillante que los humanos que aún miraban lo confundieron con un milagro.
A su lado, Asmodeo liberó lo que era. Sus ojos celestes se encendieron como dos estrellas furiosas, y sus manos se envolvieron en fuego azul, líquido y vibrante como un océano en llamas.
Se colocaron espalda contra espalda. Dos exiliados, rodeados de un infierno que se alzaba sobre ellos.
—Que vengan —murmuró Asmodeo, su voz un filo.
—Que prueben nuestra unión —respondió Uriel.
El primer choque
El rugido de la horda se convirtió en un estallido cuando los demonios se abalanzaron. El primero descendió con garras afiladas como cuchillas, pero Uriel alzó un brazo y lo atravesó con un rayo de luz rosada. El cuerpo de la criatura estalló en humo y cenizas que se disolvieron en el aire.
Otro demonio intentó flanquearlos, pero Asmodeo lo recibió con una llamarada azul que lo partió en dos. La onda expansiva incendió tres autos a la vez, los vehículos volando por los aires como hojas secas arrastradas por un huracán.
Cada golpe era un espectáculo cinematográfico: el contraste de la luz rosada y el fuego azul iluminaba la calle como un campo de batalla entre el amanecer y el ocaso.
La danza imposible
Pero eran demasiados. Por cada demonio destruido, surgían tres más. Uno desgarró el suelo con sus garras, haciendo que el asfalto se abriera en grietas de lava oscura.
Otro trepó por la fachada de un edificio y lo derribó entero con un zarpazo, lanzando cascadas de concreto hacia la calle.
Uriel, jadeante, extendía su luz para proteger a los humanos que aún corrían, creando escudos improvisados que lo dejaban sin aire. Asmodeo cubría los flancos, sus llamas azules incinerando a cualquiera que intentara sorprenderlos.
Eran como dos bailarines en una coreografía mortal: giro tras giro, golpe tras golpe, espalda contra espalda, resistiendo lo inevitable.
Pero sus cuerpos estaban débiles. Cada destello les arrancaba más fuerza, cada embestida los dejaba al borde del colapso.
El rugido cesó un instante. Los demonios se detuvieron, formando un círculo alrededor de ellos. Del humo emergió una figura más grande, más terrible: un heraldo de Belial, envuelto en cadenas vivientes que reptaban como serpientes alrededor de su cuerpo. Sus ojos eran pozos de fuego negro. La multitud humana había desaparecido. Solo quedaban ruinas, fuego y cenizas.