La batalla estalla
El heraldo de Belial descendió como un meteoro envuelto en cadenas. Cada paso suyo hacía temblar los edificios cercanos, cada aleteo de sus alas ennegrecidas levantaba un vendaval de cenizas. Su voz rugió en la plaza destruida:
—El Abismo reclama lo que le pertenece.
Uriel y Asmodeo se pusieron firmes, espalda contra espalda, respirando con dificultad pero con los ojos encendidos.
—Si es la luz lo que buscas… — Uriel elevó su espada de energía rosada— ¡Tendrás que arrancarla de mis manos!
Asmodeo dejó que sus llamas azules se elevaran como un río de fuego líquido alrededor de sus brazos.
—Y si lo que buscas es el trofeo del Abismo, tendrás que pasar sobre mí primero.
El heraldo rugió, y las cadenas cayeron sobre ellos como relámpagos negros.
La primera embestida fue brutal.
Uriel alzó un muro de luz que destelló como un sol en miniatura, conteniendo el impacto. Las cadenas lo atravesaron, quemándole los brazos, pero resistió. Asmodeo contraatacó, lanzando un torrente de fuego azul que iluminó los restos de los edificios como si la plaza ardiera en auroras boreales.
El choque de ambos contra el heraldo fue un espectáculo imposible. La luz y el fuego se entrelazaban, enfrentándose al caos encadenado.
Los humanos sobrevivientes miraban desde lejos, ocultos tras vehículos volcados o bajo escombros, con el rostro marcado por el terror y la fascinación.
Algunos rezaban, otros grababan con teléfonos que explotaban al instante en sus manos. Era como si el mundo mismo prohibiera que la humanidad guardara pruebas de aquel combate divino.
El sufrimiento compartido
El heraldo los golpeó con fuerza. Una cadena atravesó el costado de Uriel, arrancándole un grito de dolor. Su luz parpadeó como una vela a punto de apagarse. Asmodeo, sin pensarlo, se lanzó contra el demonio, cubriendo a Uriel con su propio cuerpo. Las cadenas le atravesaron el hombro, desgarrando carne y hueso.
Pero en ese instante, sus poderes se mezclaron otra vez. El fuego azul y la luz rosada explotaron en una onda expansiva que derribó al heraldo varios metros atrás. Asmodeo, jadeando y sangrando, sonrió con rabia.
—No solo destruimos… también podemos sanar.
Uriel, tambaleante, apretó su mano.
—Y juntos… no pueden detenernos.
La reacción de los humanos
Desde las calles, los sobrevivientes no podían comprender lo que veían. Un hombre gritó:
—¡Son ángeles! ¡Son enviados de Dios!
Otros, enloquecidos por el miedo, solo corrían sin rumbo, incapaces de procesar la magnitud de la batalla. Las llamas azules reflejaban en sus ojos como espejos de océanos ardientes; la luz rosada de Uriel les devolvía esperanza, incluso en medio del terror. Un niño, abrazado a su madre, murmuró:
—Mamá… ese ángel nos mira. Está protegiéndonos.
La caída del heraldo
El heraldo se levantó, rugiendo con más furia. Las cadenas se multiplicaron, enroscándose como serpientes de acero. Uriel extendió sus alas desgarradas y, con un grito, liberó un torrente de luz que bañó la plaza como un amanecer repentino. Asmodeo, a su lado, dejó que sus llamas formaran un círculo protector.
—¡Ahora, Uriel! —gritó.
Ambos se lanzaron juntos. La espada de luz atravesó el corazón del heraldo. El fuego azul lo envolvió, devorando sus cadenas.
El rugido del demonio retumbó como un terremoto. Su cuerpo se disolvió en una explosión oscura que sacudió toda la ciudad y luego no quedó más que cenizas flotando en el aire. Silencio. Un silencio absoluto, interrumpido solo por el crepitar de los incendios.
El milagro
Uriel, temblando, extendió las manos hacia los escombros. Sus alas se desplegaron, y de ellas emanó un resplandor suave, reparador. Los edificios derrumbados comenzaron a reconstruirse piedra a piedra, los vidrios volvieron a su lugar, los autos regresaron a su posición original.
En cuestión de segundos, la plaza quedó intacta, como si nada hubiese ocurrido. Los humanos, confundidos, lloraban de alivio. Algunos cayeron de rodillas, creyendo haber presenciado un milagro divino.
A su lado, Asmodeo miraba a los heridos. Por instinto, se arrodilló junto a una mujer sangrante y posó su mano sobre su herida. El fuego azul brotó de él, no como destrucción, sino como sanación. La mujer abrió los ojos, con lágrimas rodando por su rostro.
Asmodeo se quedó inmóvil, atónito. Nunca creyó volver a sentir eso. Nunca pensó que la sanación fuera posible en él. Pero Uriel, con una sonrisa leve, murmuró:
—Esa es tu verdadera esencia, Asmodeo. Siempre lo fue.
La huida
Las sirenas comenzaron a escucharse a lo lejos. La multitud, confundida y aún temerosa, empezaba a agolparse en la plaza. Algunos gritaban que eran ángeles; otros, que eran demonios. El caos de la fe y el miedo amenazaba con crecer. Uriel tomó la mano de Asmodeo.
—No podemos quedarnos.
Asmodeo asintió. Ambos desplegaron sus alas, invisibles a los ojos humanos por el hechizo, y desaparecieron en un destello hacia las montañas, rumbo a su refugio oculto.
Allí, en la penumbra de la cueva protegida, cayeron exhaustos. Uriel se recostó sobre el pecho de Asmodeo, su luz palpitando débil pero viva. Asmodeo cerró los ojos, sintiendo su calor. Eran fugitivos, exiliados de ambos mundos pero juntos, aún estaban en pie.
En el Abismo, Belial observaba la ceniza del heraldo que no había regresado. Su furia se desató como un huracán, pero lo que lo consumía no era solo la derrota. Era la certeza ardiente de que Asmodeo había escogido al ángel y que juntos eran capaces de lo imposible.
—Si la luz despertó en él… — gruñó— tendré que arrancarla con mis propias manos.
Y en su mirada oscura brilló un odio que prometía desatar una guerra sin precedentes.