El Beso Del Abismo

Alas en Transformación

El refugio

La cueva que habían protegido con su escudo era silenciosa, envuelta en un resplandor tenue que mantenía fuera a cualquier sombra. El aire estaba impregnado del aroma húmedo de la piedra y del murmullo lejano de un río subterráneo.

Allí, en medio de la penumbra, Uriel y Asmodeo descansaban. Uriel estaba recostado sobre una roca lisa, sus alas rosadas extendidas, aún manchadas por el polvo de la batalla. Cada respiración suya era un recordatorio de lo cerca que había estado de caer.

Asmodeo, sentado a su lado, observaba sus manos. Aún sentía el eco de haber sanado a los humanos, una sensación que lo atravesaba con extraña calidez.

—Es extraño… —murmuró, casi para sí mismo— Pasé siglos convencido de que solo servía para destruir. Y ahora… mis manos recuerdan otra cosa.

Uriel abrió lentamente los ojos, su mirada dorada buscando la de él.

—No es extraño. Es lo que siempre fuiste. Solo estaba dormido.

Confesiones bajo la penumbra

Asmodeo desvió la mirada, como si temiera mostrarse débil. Pero Uriel extendió su mano y rozó la suya, ese contacto simple encendiendo un latido más fuerte en ambos.

—Cuando me acerqué a ti en esa celda —dijo Asmodeo con voz baja— lo hice por impulso. Quería verte sufrir… o eso creía. Pero tu luz… tu luz me recordó algo que pensé perdido para siempre.

Uriel sonrió con dulzura, pese al cansancio.

—No fue mi luz lo que despertaste. Fue la tuya.

El silencio entre ellos se llenó de significado. Por primera vez, Asmodeo se permitió mirarlo sin máscaras, con esa vulnerabilidad que había ocultado durante siglos en el Abismo.

—Uriel… —su voz se quebró apenas— Lo que siento por ti me aterra más que cualquier guerra.

El ángel levantó su mano y acarició su mejilla, suavemente.

—No hay razón para temer al amor. Ni siquiera cuando nace en el lugar más oscuro.

La transformación

Fue entonces cuando Uriel notó algo distinto. El resplandor que emanaba de Asmodeo no era solo fuego azul. Sus alas, aún extendidas por la tensión de la batalla, comenzaron a cambiar.

El negro opaco que siempre las había cubierto se resquebrajó como la superficie de un cristal agrietado. Bajo esas fisuras brotó un fulgor nuevo: un azul profundo y luminoso, como el reflejo del cielo en un mar infinito. Asmodeo lo sintió y dio un paso atrás, sorprendido.

—¿Qué… qué está pasando?

Uriel se incorporó lentamente, con una sonrisa llena de emoción.

—Es tu esencia, Asmodeo. Está regresando. El amor la está despertando.

Las alas se iluminaron más, llenando la cueva de un resplandor que no era ni celeste ni rosado, sino una mezcla armónica de ambos. La oscuridad retrocedió como si temiera ese nuevo nacimiento. Asmodeo, con la respiración entrecortada, se miró a sí mismo y luego a Uriel.

—¿Entonces… aún puedo volver a la luz?

Uriel tomó su rostro entre las manos, acercándose.

—No. Nunca la perdiste. Solo estaba esperando este momento.

Intimidad sanadora

Se abrazaron en silencio, sus alas entrelazándose: las rosadas de Uriel y las recién transformadas de Asmodeo. El contacto no solo los unía físicamente, sino que calmaba las heridas que aún llevaban dentro.

Uriel cerró los ojos, sintiendo que por primera vez desde su captura en el Abismo podía respirar sin dolor. Asmodeo, por su parte, dejó que el calor de ese instante lo llenara de una certeza nueva: no era esclavo de su caída, no era prisionero de las cadenas de Belial. Era un ser capaz de amar.

El escudo de la cueva brilló tenuemente, como si respondiera al cambio en Asmodeo. Pero, en la lejanía, un eco rugió desde el Abismo, un rugido de furia que hizo temblar incluso las montañas.

Belial había sentido la transformación. Y no descansaría hasta arrancarles lo que habían logrado. Uriel abrió los ojos, aún en el abrazo de Asmodeo, y susurró:

—Nos encontraron otra vez…




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