El Abismo y la furia de Belial
Las paredes de obsidiana del Abismo temblaban con el rugido de Belial. Su trono estaba rodeado de fuego negro, y las cadenas que colgaban de sus brazos se agitaban como serpientes vivas.
Frente a él, un ejército de demonios esperaba en silencio. No eran las criaturas débiles que había enviado antes al mundo humano, sino guerreros curtidos en el caos: gigantes de cuatro brazos, bestias aladas con piel de hierro, sombras líquidas que podían atravesar cualquier defensa.
En el centro del salón infernal, una nueva figura se arrodillaba. Era su nuevo heraldo, un coloso encadenado que llevaba grabados en la piel símbolos de maldición ardientes. Sus ojos eran brasas profundas, y cada respiración suya liberaba humo negro. Belial lo señaló con un gesto, su voz rugiendo como trueno:
—Uriel no caerá por casualidad. Lo quiero destrozado, lo quiero humillado… y lo quiero arrastrado hasta mí con sus alas arrancadas.
El heraldo inclinó la cabeza, las cadenas resonando como campanas de guerra.
—Así será, mi señor.
El Abismo entero rugió en respuesta, como si celebrara la promesa de una nueva carnicería.
El Cielo y la preocupación
Muy lejos, en el esplendor de los salones celestiales, la luz era tan pura que ninguna sombra podía posarse allí. Columnas doradas se alzaban hacia un techo infinito, y coros angelicales entonaban melodías que vibraban como cristal.
En el centro de aquel lugar se encontraban tres de los más grandes guardianes: Miguel, Gabriel y Rafael. Miguel, con su armadura refulgente, caminaba de un lado a otro con el ceño fruncido.
—Han pasado demasiados días sin noticias de Uriel. No responde a nuestros llamados. Su luz… se debilita.
Gabriel, con su semblante sereno pero preocupado, replicó:
—Si su luz se atenúa, significa que está atrapado en un lugar donde la oscuridad lo consume. Y todos sabemos dónde.
Rafael, con voz grave, añadió:
—El Abismo.
El silencio cayó sobre ellos. Era impensable: un arcángel prisionero en el dominio de los príncipes. Miguel apretó los puños, su voz llena de furia contenida:
—No lo dejaré allí. Si Belial lo tiene, entonces será guerra.
Gabriel lo miró con cautela.
—¿Y si Uriel no está solo? Hay rumores… de que alguien lo acompaña.
Rafael alzó la vista, con un destello en los ojos.
—He escuchado lo mismo. Que un príncipe caído camina junto a él.
Miguel frunció el ceño.
—Un príncipe del Abismo no puede aliarse con un arcángel. Eso sería una abominación.
Gabriel respondió con suavidad, pero firme:
—O tal vez… sería el inicio de algo que ni el Cielo ni el Infierno pueden comprender.
Dos mundos, un mismo destino
Mientras en el Cielo la incertidumbre crecía, en el Abismo la guerra se preparaba. Belial ya no buscaba simplemente capturar a Uriel. Quería romper la alianza imposible que había nacido en secreto: la unión entre un arcángel y u de los príncipes del abismo.
Las tropas demoníacas se desplegaban como una marea oscura, preparándose para irrumpir en el mundo humano. En contraste, los salones celestiales se llenaban de rumores, los coros murmuraban, y la tensión entre los arcángeles crecía: ¿salvarían a Uriel… o lo condenarían por haberse unido a quien jamás debía amar?
Miguel se volvió hacia los otros dos, con la mirada encendida.
—Sea como sea, no dejaré que Uriel desaparezca. Preparad las huestes.
Y en ese mismo instante, en lo más profundo del Abismo, el heraldo nuevo desplegó sus cadenas hacia el portal que lo llevaría al mundo humano, rugiendo como un presagio de devastación.
El destino ya estaba marcado:
El Cielo dudaba.
El Abismo cazaba.
Y Uriel y Asmodeo eran el blanco de ambos.
La tensión es insoportable: ¿serán rescatados o perseguidos por todos los bandos?