El Beso Del Abismo

Ecos en el Cielo

El salón de la Luz

El salón donde los tres arcángeles se reunían parecía más un amanecer eterno que un recinto construido. Columnas de oro vivo se extendían hacia lo alto, sosteniendo un techo que no era techo, sino un cielo infinito, siempre iluminado con la luz del Creador. El suelo era cristalino, y bajo él podían verse los ríos de gracia que fluían en el corazón del Paraíso, como venas de fuego líquido y eterno.

En el centro de aquel esplendor, un círculo de tronos blancos se elevaba, reservados para los príncipes celestiales. No estaban todos ocupados. Solo tres resplandecían en ese instante: Miguel, el guerrero del Cielo; Gabriel, el mensajero eterno; y Rafael, el sanador de los mundos.

Sus rostros reflejaban algo poco común en ellos: preocupación. Uriel, el de las alas rosadas, el portador del amanecer, había desaparecido.

Miguel: la ira contenida

Miguel se alzó de su trono, y su armadura relampagueó como un relámpago azul. Su espada descansaba junto a él, pero parecía vibrar con impaciencia, como si compartiera la inquietud de su dueño.

—Han pasado demasiado días —dijo Miguel, su voz retumbando como un trueno— Uriel no responde a nuestros llamados. Su nombre se apaga en los coros. ¡Ni un eco de su luz responde al nuestro!

Golpeó con fuerza el suelo cristalino, y una onda de energía sacudió las columnas. El coro de ángeles menores, que solía permanecer a distancia, calló de golpe, temeroso de la furia del príncipe guerrero. Gabriel levantó la mano en calma.

—Miguel, no es la primera vez que alguien del Cielo se aventura a enfrentar al Abismo sin aviso.

—¡Pero sí es la primera vez que un príncipe del Cielo desaparece tanto tiempo sin dejar rastro! —rugió Miguel. Sus alas, blancas como tormenta, se abrieron de par en par, y un halo de fuego azul lo rodeó— No soy ciego, Gabriel. Siento lo mismo que tú. El Abismo lo tiene prisionero.

Rafael: la voz del dolor

Rafael, que había guardado silencio, inclinó la cabeza. Sus ojos verdes, tan puros que reflejaban la sanación misma, estaban empañados por algo poco habitual en él: tristeza.

—He sentido su dolor —dijo con voz baja— La conexión entre nuestras esencias no se rompe. Uriel aún vive, pero su cuerpo está lacerado, y su espíritu, herido. Hay cadenas de sombra sobre él.

Miguel se giró hacia él, encendido de rabia.

—¡Entonces no hay tiempo que perder!

Pero Rafael alzó la mano, firme, y lo detuvo.

—No confundas prisa con estrategia, hermano. Una guerra abierta contra el Abismo pondría en riesgo no solo al Cielo, sino también al mundo humano. Belial está esperando que caigamos en su juego.

Las palabras cayeron pesadas como plomo. Miguel apretó los dientes, pero no replicó.

Gabriel: el rumor prohibido

Fue entonces Gabriel quien se puso de pie, sus alas resplandeciendo como espejos de luz plateada. Su voz, siempre melodiosa, se volvió grave.

—No podemos ignorar los rumores —dijo— He oído entre los ángeles custodios y los querubines que Uriel no está solo.

Miguel lo miró con frialdad.

—¿A qué insinúas?

—Que alguien del Abismo está junto a él —respondió Gabriel con calma— Un príncipe.

El silencio fue tan absoluto que los ríos bajo el suelo parecieron detener su flujo. Rafael bajó la mirada, como si confirmara algo que ya había presentido.

—Lo mismo escuché yo. Y si es cierto, entonces no solo buscamos rescatar a Uriel… sino comprender en qué se ha convertido.

Miguel cerró los ojos un instante, como si necesitara contener la tormenta de fuego que lo consumía. Cuando habló, su voz fue dura como una espada.

—Si Uriel se ha contaminado con el Abismo, no podremos traerlo de vuelta.

Gabriel replicó de inmediato:

—¿Y si no es corrupción? ¿Y si es algo distinto?

Miguel lo fulminó con la mirada.

—¿Quieres creer que un príncipe del Abismo puede amar? ¿Que puede caminar junto a la luz?

—Quiero creer que Uriel jamás dejaría de luchar —respondió Gabriel— Y si se ha unido a alguien, lo ha hecho por una razón.

La decisión

El debate se prolongó. La tensión entre ellos creció como una tormenta contenida. Finalmente, fue Rafael quien habló con la voz más serena, pero también más firme.

—No podemos seguir discutiendo. Lo que necesitamos es certeza.

Alzó la mirada hacia los otros dos, y en sus ojos brilló la determinación de un sanador dispuesto a enfrentar incluso lo prohibido.

—Debemos enviar un emisario.

Gabriel asintió de inmediato.

—Alguien que pueda moverse entre el Abismo y el mundo humano sin ser detectado.

Miguel se mostró reacio, pero finalmente cedió.

—Un explorador. Nada más. Y si confirma lo peor… entonces marcharemos con todo el Cielo.

El acuerdo estaba sellado.

El elegido

Entre los coros de ángeles, surgió un nombre. Sariel, uno de los más antiguos, se presentó como voluntario. Su reputación era la de un viajero de fronteras, capaz de deslizarse por las grietas entre mundos.

Rafael dudó al mirarlo, recordando que tiempo atrás había rumores de que Sariel no siempre seguía las órdenes al pie de la letra. Pero Gabriel fue quien lo defendió.

—Es el único que puede hacerlo sin llamar la atención de Belial.

Miguel lo aceptó a regañadientes.

—Que parta cuanto antes.

Sariel inclinó la cabeza, ocultando una sonrisa apenas perceptible.
Y en el silencio de su interior, un pensamiento oscuro floreció: Uriel aún confía en mí. Y esa confianza será su perdición.

El peso del silencio

Los tres príncipes celestiales guardaron silencio mientras Sariel descendía del salón, perdiéndose entre las columnas doradas. Miguel apretó la empuñadura de su espada.

—Si algo le ha pasado a Uriel, no descansaré hasta arrancarle el corazón a Belial con mis propias manos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.