El silencio antes de la tormenta
El refugio en la montaña era un milagro en sí mismo. Protegido por el escudo que ambos habían conjurado, el lugar parecía ajeno al caos del mundo exterior. La cueva estaba iluminada suavemente por la luz rosada de las alas de Uriel y el resplandor azul de las recién transformadas alas de Asmodeo. Entre ellos no había secretos: podían sentir sus respiraciones acompasadas, podían percibir los latidos del otro.
Uriel estaba sentado contra la pared, sus alas desplegadas como un manto de aurora. El rubio caía en mechones dorados sobre su rostro, mientras observaba a Asmodeo en silencio. Había algo distinto en él desde que su poder de sanación despertó: sus facciones parecían menos endurecidas, menos sombrías. Era como si cada día se despojara un poco más del Abismo.
Asmodeo, por su parte, permanecía inquieto. Caminaba de un lado a otro, con el ceño fruncido. Su fuego azul, en lugar de destruir, formaba pequeños hilos de calor que serpenteaban por el aire, casi jugueteando con la luz de Uriel.
—No logras calmarte —dijo Uriel suavemente.
Asmodeo lo miró con una mezcla de cansancio y frustración.
—Es que no puedo. Belial no se quedará de brazos cruzados. Lo conozco. Ya debe estar moviendo sus piezas.
Uriel inclinó la cabeza.
—¿Y qué propones? ¿Que nos escondamos para siempre?
Asmodeo apretó los dientes.
—Propondría que huyéramos aún más lejos, pero sé que no lo harías. Tu luz… jamás se conformará con esconderse.
Uriel sonrió apenas, y el gesto bastó para desarmar un poco a Asmodeo.
—Exacto. La luz no se esconde, Asmodeo. Se expande, incluso en la oscuridad más profunda.
El vínculo creciente
El silencio se extendió por unos instantes, hasta que Uriel lo interrumpió.
—Tus alas… han cambiado más desde ayer.
Asmodeo miró hacia atrás, observando el azul luminoso que reemplazaba lentamente al negro que lo había marcado durante siglos. Cada pluma parecía brillar como un trozo de cielo nocturno atravesado por estrellas.
—No sé si debería alegrarme —admitió— Parte de mí teme lo que esto significa. Si regreso a la luz… ¿qué seré? ¿Un traidor al Abismo? ¿O un monstruo a medias para el Cielo?
Uriel se levantó con lentitud, acercándose. Sus pasos no resonaban, eran tan ligeros que parecían ecos de un recuerdo. Cuando estuvo frente a Asmodeo, levantó la mano y rozó suavemente una de sus alas.
—No eres ni uno ni otro —susurró— Eres lo que decides ser. Y lo que decides ahora… es amar.
Asmodeo cerró los ojos, conteniendo un estremecimiento. Ese simple gesto, ese contacto, era más poderoso que cualquier batalla.
La señal en el aire
De pronto, el escudo de la cueva vibró. Un murmullo recorrió las paredes, como si el aire hubiera sido desgarrado. Asmodeo se tensó al instante, sus llamas azules encendiéndose como un incendio contenido.
—Alguien ha atravesado la barrera —dijo con voz baja, sus ojos celestes encendidos.
Uriel extendió sus alas, el resplandor rosado llenando la cueva como una aurora viva.
—¿Demonios?
Asmodeo negó lentamente.
—No… es diferente. Esta energía es del Cielo.
Uriel sintió que su corazón se agitaba. ¿Podía ser cierto? ¿El Cielo había respondido a su ausencia? ¿Habían notado su lucha? Una mezcla de alivio y temor lo recorrió.
Ambos se miraron, y sin necesidad de palabras se prepararon. La barrera se abrió como un velo, y una figura atravesó la luz.
El emisario
El recién llegado era imponente. Su cabello oscuro caía en ondas hasta los hombros, y sus alas blancas desplegadas se teñían con destellos dorados. Su armadura era luminosa, y sus ojos, sus ojos grises brillaban con un poder antiguo. Uriel lo reconoció de inmediato.
—Sariel…
El ángel inclinó la cabeza con solemnidad, como si confirmara que sí, era él, el antiguo amigo, el compañero de batallas pasadas.
—Uriel —dijo, y su voz fue suave, casi paternal— Por fin te encuentro. El Cielo está preocupado por ti.
Uriel dio un paso adelante, el corazón encendido por la esperanza. Pero Asmodeo lo sujetó del brazo con firmeza.
—No confíes tan rápido —murmuró en su oído.
Uriel lo miró, sorprendido por la dureza de su tono.
—Es Sariel. Lo conozco.
Asmodeo no respondió, pero sus ojos celestes permanecieron fijos en el recién llegado, como si buscaran atravesar las capas de su aura.
El diálogo de máscaras
Sariel se acercó lentamente, con una sonrisa leve.
—El Cielo me ha enviado para guiarte de regreso. Tu ausencia ha inquietado a Miguel, a Gabriel, a Rafael. Todos creen que estás atrapado contra tu voluntad.
Uriel abrió la boca para responder, pero Asmodeo se adelantó.
—¿Y qué dirían ellos si supieran que Uriel no está solo?
Sariel lo observó, sin perder la compostura.
—Dirían que ha sido engañado. Que el Abismo le ha puesto cadenas invisibles.
Uriel intervino, alzando la voz.
—No estoy encadenado. No lo estoy desde que Asmodeo rompió mis ataduras. Él me devolvió lo que Belial me arrebató.
Los ojos de Sariel se entrecerraron apenas.
—¿Entonces admites que caminas junto a un príncipe del Abismo?
Uriel sostuvo su mirada sin titubeos.
—Admito que caminé junto a la desesperación, y él me rescató.
Por un instante, el silencio fue absoluto.
El veneno invisible
Asmodeo, sin dejar de observar, dio un paso más cerca de Uriel, como si quisiera protegerlo con su propio cuerpo.
—Tu presencia aquí no es coincidencia, Sariel. ¿Cómo lograste encontrar este lugar?
Sariel sonrió, pero en esa sonrisa había algo oculto.
—El Cielo tiene formas de sentir lo que el Abismo toca. Y Uriel… tu luz está manchada, aunque no lo quieras aceptar.
Uriel frunció el ceño.