La grieta vibró como una cuerda tensada entre dos mundos. Por ella entraron sombras con garras, ojos de brasa y un hambre antigua. Sariel, de pie en el umbral, alzó la espada con un gesto sereno que Uriel conocía demasiado bien: el mismo movimiento con el que antaño había bendecido el acero para proteger a inocentes. Ahora, esa ceremonia era una burla.
—No volverás a tomarlo —dijo Asmodeo, interponiéndose, sus alas azules derramando un resplandor de océano en la penumbra de la cueva.
Sariel sonrió sin alegría. —Qué extraña visión: un príncipe del Abismo jugando al guardián. ¿De verdad crees que puedes retener al amanecer… cuando ni el Cielo lo quiso?
Las sombras se desbordaron. Uriel y Asmodeo se movieron a la vez, el reflejo pulido de una coreografía nacida en el dolor compartido: la luz rosada y el fuego azul crecieron como dos mitades de un mismo latido, golpeando a la marea enemiga con el pulso de una aurora tempestuosa.
Batalla en el borde del mundo
La cueva tembló. El escudo que la protegía se curvó como vidrio bajo fuego. Uriel hincó el talón, invocó un arco de fulgor que cortó a tres demonios de un solo trazo; al deshacerse, dejaron ceniza que olía a hierro y a juramentos rotos. Un coloso de cuatro brazos arremetió contra Asmodeo; el príncipe giró bajo el golpe, atrapó dos de las muñecas monstruosas con brazas azules y, con un estallido, cristalizó la carne de sombra hasta quebrarla en astillas ardientes.
—¡Izquierda! —advirtió Uriel.
Asmodeo levantó la mano sin mirar: una pared de llamas líquidas, espesa como un río en crecida, se alzó justo a tiempo. La ola ardiente barrió el flanco, y la cueva se llenó de brillo y siseos. El aire sabía a sal de lágrimas y a piedra caliente.
Sariel entró por fin, caminando sobre su propia luz como si fuera un piso invisible. Sus alas blancas tenían vetas oscuras, cabos de noche infiltrándose en el mármol. Cada paso que daba dañaba el escudo con la naturalidad de quien toca una nota correcta en un instrumento sagrado.
—Te lo repito, Uriel —dijo, con voz templada—. Ven conmigo. Es la única forma de salvar lo que queda de ti.
—Ya me salvaste una vez —respondió Uriel, y el recuerdo lo alcanzó con filo de hielo—. Justo antes de clavarme una daga.
Sariel inclinó apenas la cabeza, como si aceptara un matiz en una discusión de estudio. Después, atacó.
La espada del emisario se movió como un trazo de caligrafía perfecta: sin esfuerzo, inevitable. Uriel le salió al encuentro, el rosa de su hoja vibrando en armónicos de campana. El primer choque iluminó las estalactitas con un relámpago doble; las chispas, pétalos encendidos. Asmodeo corrió para cubrir el flanco de Uriel, pero un enjambre de sombras se lanzó sobre él; las ahogó en marea azul, aunque cada conjuro le arrancó aliento.
—No dejes que te encierre en su ritmo —jadeó Asmodeo—. Te conoce.
—Y yo lo recuerdo —susurró Uriel, apretando la empuñadura.
Donde la memoria hiere
El segundo choque llegó con un destello de pasado: el rostro de Sariel riendo a la orilla de un río de luz, los dos jóvenes, alas mojadas, contando estrellas como si el cielo fuera un juego accesible. “Te seguiría a donde sea, hermano.” Y luego, el filo en la espalda, el silencio de una promesa en descomposición.
—¿Por qué? —preguntó Uriel, empujando. La pregunta no era táctica; era cirugía.
—Porque nadie mira a la sombra del amanecer —respondió Sariel, y su frase tuvo la textura exacta de un resentimiento afinado por siglos— Porque la gloria que te dieron fue la que me negaron.
Uriel cambió el ángulo; su hoja rozó la de Sariel y, durante una exhalación, los dos metales cantaron una misma nota: los viejos entrenamientos, la confianza corregida por risas, el reflejo idéntico. Ese eco lo aturdió. Sariel sonrió: había puesto allí la trampa. Una cadena de sombra brotó bajo el piso y le mordió el tobillo. Uriel cayó a una rodilla.
Asmodeo llegó como tormenta. Con un gesto de muñeca, partió la cadena; la temperatura bajó un grado cuando el azul devoró la negrura. Un demonio de fauce triple se abalanzó sobre su espalda; Asmodeo giró sin soltar a Uriel, abrió la mano y un abanico de fuego se desplegó con precisión quirúrgica. El monstruo se quebró en tres líneas de humo.
Sariel lo aprovechó: bajó la espada en diagonal, buscando el ala de Uriel. El ángel levantó su brazo a tiempo, pero el golpe le atravesó el antebrazo con un brillo frío; la luz rosada se quebró en fragmentos de amanecer que cayeron como vidrio fino.
—¡Uriel! —gritó Asmodeo.
—Estoy aquí —respondió el arcángel, y esa frase sostuvo el mundo el segundo suficiente.
Ambos retrocedieron hasta tocarse espalda con espalda. A su alrededor, las sombras se reordenaron, obedeciendo a la batuta silenciosa de Sariel.
—No es él solo —dijo Asmodeo, respiración de fragua— Siente cómo sincroniza a la horda. Afina la oscuridad… como antes afinaba himnos.
—Entonces desafinémosle el coro —replicó Uriel, y el brillo en sus ojos dorados no fue ira, sino decisión.
El contrapunto
Se separaron con un giro ensayado sin ensayo. Asmodeo trazó un círculo bajo que dejó un rastro fosforescente en la piedra; Uriel saltó a ese aro, y el fuego azul lo impulsó hacia arriba como un resorte elástico. Sariel levantó la espada para recibirlo, pero Uriel no descendió en línea: torció en el aire con un batir de alas que dejó un reguero de polvo rosado, entró por el ángulo ciego y besó con su filo el guardamano de Sariel, obligándolo a corregir.
La corrección abrió un hueco; del suelo, el aro de Asmodeo se cerró sobre los tobillos del emisario con una máscara de calor que no quema, que inmoviliza. Sariel frunció el ceño con algo parecido a respeto. Forzó el paso con pura voluntad; el aro se quebró, sí, pero tarde. Uriel ya había recuperado espacio.
Las sombras, viendo vacilar el compás, atacaron a destiempo. Ese error, mínimo, bastó: Asmodeo los destazó por oleadas, ahorrando movimientos, martillando donde la masa era más densa, protegiendo la espalda de Uriel como quien resguarda una llama en vendaval.