El Beso Del Abismo

Espada y Sospecha

El filo que duda (Montaña)

El viento aullaba entre los cortados como si la montaña respirara por heridas antiguas. Miguel, plantado sobre la arista, era una estatua hecha de relámpago y juicio; su espada, un sol reducido a un solo latido. Abajo, el valle velado de niebla. Frente a él, Uriel y Asmodeo.

—Apártate, Uriel —dijo Miguel, la voz como trueno domado— No es a ti a quien he venido a juzgar.

—Entonces me juzgarás a mí primero —replicó Uriel, desplegando las alas rosadas y alzando una barrera de luz que convirtió la roca en vidrio— porque su vida y la mía van juntas.

Asmodeo no dio un paso atrás. Elevó las alas azules, brillantes ya sin sombra, y miró a Miguel sin parpadear.

—No te pido fe —dijo— Te pido prueba.

—Las pruebas del Abismo siempre llegan tarde —cortó Miguel.

Un relámpago descendió en oblicuo, tropezó con la cúpula del refugio y la hizo cantar. La nota vibró en los huesos. Asmodeo, en lugar de devolver fuego, abrió las manos: sanación. El calor limpio del azul corrió por la cúpula, reparando microfracturas antes de que se volvieran grietas. Miguel vaciló. No era magia de guerra. Era el gesto de un guardián.

—Uriel… —dijo, sin bajar la espada—¿Qué te ha hecho?

—Recordarme —contestó Uriel— Que el amor puede devolver lo que el miedo extingue.

El silencio pudo quebrarse con un suspiro. No hubo suspiros: hubo una embestida. Desde el flanco, un rasgo de sombra puntuó la atmósfera como tinta derramada; tres figuras demoníacas surgieron del aire rasgado por una marca de Belial, colándose por un resquicio que ni el Cielo ni la cúpula habían visto.

Miguel giró en un solo trazo. Su hoja partió al primero en dos mitades limpias que se volvieron vapor. Uriel cubrió al segundo con un arco rosado que lo secó como sal en agua hirviente. El tercero se lanzó directo al pecho de Asmodeo. El príncipe no atacó: abrazó. Cerró el monstruo contra sí y lo apagó desde dentro, sin una chispa de destrucción, como si exprimiera la noche hasta volverla aliento. La sombra colapsó en silencio.

Miguel clavó la mirada en el gesto.

—Eso… —murmuró— no es una artimaña del Abismo.

—No —respondió Asmodeo, con el pecho jadeante—. Es mi alma.

La montaña respiró hondo. Por primera vez, Miguel bajó un grado la guardia. No la espada: el juicio.

—Si estoy aquí —añadió— es porque mi duda me trajo. No la cierres con discursos: sosténla con hechos. ¿Por qué él? ¿Por qué arriesgar todo por un enemigo?

—Porque cuando todos me usaron para exhibir victorias, él me miró como alguien, no como símbolo —dijo Uriel— Y porque su caída no lo definió: su amor, sí.

La respuesta no fue teología; fue historia. Miguel la oyó como se escucha una cuerda afinándose. Dio un paso… y el cielo se tornó negro unos centímetros. La marca que había traído a los demonios se abrió como párpado: más presencias presionaban desde el otro lado. El nuevo heraldo de Belial deslizaba cadenas por la fisura.

—Luego —dijo Miguel, apretando la empuñadura— Primero, cerramos esto juntos… o todos caemos.

Uriel y Asmodeo asintieron a la vez. Tres poderes, tres colores, un mismo pulso: rosa, azul, blanco. La fisura gritó al recibir ese acorde. Las cadenas retrocedieron un dedo. En el borde, algo dejó un zarpazo que olía a Belial. No era un ataque: era una firma.

La grieta no cedió del todo. Miguel tensó los hombros, parpadeó sudor.

—Sujétenla un instante más —ordenó— Necesito ver quién la abrió desde dentro.

Sus ojos se volvieron espejos. Durante dos latidos, el tiempo se partió como mineral y permitió ver la veta: un aura angelical había cedido el primer hilo. No era Uriel. No era Asmodeo. La nota estaba mezclada con perfume de obediencia y rencor. Miguel tragó un relámpago en seco.

—Sariel.

No sonó como pregunta.

La sala sin sombra (Cielo)

En el salón de la Luz, Rafael y Gabriel rodeaban a Sariel con la dulzura tensa de los médicos que huelen pólvora. El emisario sostenía el mentón alto, pero su aura vibraba despareja, como si la hubieran afinado a golpes.

—Repite tu informe —pidió Rafael, sin elevar la voz.

—Uriel ha sido corrompido —dijo Sariel— Hay un príncipe a su lado. La cúpula que los oculta no es de origen celeste.

—Dijiste eso antes —apuntó Gabriel, avanzando medio paso— Ahora di lo que no dijiste.

Sariel titubeó una fracción. En su lengua, la verdad asomó como pez en superficie antes de volver al fondo.

—Nada más que sea relevante —cerró.

Gabriel extendió la palma. La luz obedeció y generó un eco: una proyección tenue del trayecto de Sariel al regresar. En la estela faltaban notas, como si hubiera pasado por habitaciones y apagara las lámparas para que nadie viera el color de sus manos. Rafael, con un gesto, encendió esas lámparas una por una. Apostillas de sombra. Mordiscos en la melodía. Fisuras.

—Tu aura era siempre una cuerda clara —dijo Rafael— Hoy tiene dos notas cruzadas: una tuya… y otra impuesta. ¿Quién te impone su tono, Sariel?

Sariel sonrió, una grieta disfrazada de labio.

—La guerra impone tonos, Rafael. No todos pueden ser salmos.

—No esquives —susurró Gabriel, y sus alas brillaron con la luz precisa de un juez que no disfruta juzgar— ¿Abriste una puerta?

El emisario abrió la boca, tragó la palabra que debía salir. Dijo otra.

—Fui seguido.

—Mentira —dijo Rafael sin alzar la voz. La palabra cayó y partió en dos la sala, como una campana triste que señala el error.

Sariel apretó los puños hasta que crujieron los nudillos. En sus ojos se apiló un brillo: odio, sí; pero mezclado con vergüenza. Un hilo del techo alzó polvo dorado: signo de juramento roto en presencia de nombres grandes.

—Te preguntaré una vez —dijo Gabriel— Si mientes, no te protegerá el silencio de este salón. ¿Traicionaste a Uriel por Belial?

Sariel tragó. El recuerdo de la cueva le rozó la garganta:




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