El Beso Del Abismo

El Octavo Príncipe

La advertencia

El resplandor de la espada de Miguel aún teñía las paredes de la cueva cuando dio un paso hacia adelante. Su mano, firme como hierro, sujetó el brazo de Uriel y lo arrastró con él hacia la salida.

—Basta, Uriel —tronó su voz, grave como trueno contenido— Has estado demasiado tiempo lejos del Cielo. Es hora de que regreses.

Uriel forcejeaba, sus alas rosadas abiertas como protesta.

—¡No puedes apartarme de él! ¡No ahora!

Pero Miguel no cedía.

—No tienes elección. Y tú —agregó, mirando de reojo a Sariel— Serás llamado e interrogado. No escaparás de las preguntas del Consejo.

La caída de Sariel

En ese mismo instante, el aire alrededor de Sariel se quebró. La luz que aún quedaba en él parpadeó como una vela agonizante. Sus ojos, antes dorados, se oscurecieron hasta volverse dos pozos sin fondo.

Un crujido resonó en la cúpula: sus alas. Las plumas blancas se ennegrecieron una por una, como si fueran devoradas por fuego invisible. El dorado de su aura se convirtió en ceniza, y una risa ajena mezcla de llanto y goce emergió de sus labios.

—¿Interrogarme? —susurró, con voz quebrada y oscura— No queda nada de mí para interrogar.

Su cuerpo se deshizo en humo negro, y la cúpula se estremeció.

En el Abismo

La oscuridad lo devoró y lo arrojó a las profundidades. El suelo del Abismo, hecho de sombras vivientes y cadenas oxidadas, lo recibió como a un hijo esperado.

Y allí estaba él: Lucifer. El rey del Abismo. Un ser de belleza imposible, cuyos ojos contenían tanto odio como nostalgia, lo contemplaba desde un trono de obsidiana y fuego líquido.

—Bienvenido, Sariel —dijo Lucifer, con voz que era melodía y condena a la vez— Tu luz ha muerto… pero tu fuerza ha nacido.

Sariel, arrodillado, sintió sus alas negras desplegarse por completo. Las sombras a su alrededor aplaudieron sin manos, como una marea que celebraba. Lucifer se inclinó hacia adelante, y con una sonrisa marcada de crueldad y ternura pronunció:

—Desde hoy, no eres más un mensajero del Cielo. Eres mi hermano, mi igual.

—El Octavo Príncipe del Abismo.

Un rugido de criaturas lo acompañó. El Abismo entero pareció temblar de júbilo ante su nuevo señor. Sariel sonrió por primera vez en siglos.

La visión de Uriel

En la cueva, Uriel seguía forcejeando contra Miguel.

—¡Suéltame! —gritaba, su voz quebrada por la desesperación— No puedes arrancarme de él, ¡no después de lo que vivimos!

Miguel no lo soltaba.

—No entiendes, Uriel. Tu juicio no es claro. Él es un príncipe caído.

—¡Entonces mira! —Uriel gritó, y su frente brilló.

De pronto, imágenes inundaron la mente de Miguel:

El Abismo, con su prisión oscura.
Uriel encadenado a un poste negro, las alas rosas apagadas, su rostro marcado por dolor y resistencia. Los siete príncipes del Abismo rodeándolo, extendiendo garras y bocas de sombra para arrancar pedazos de su luz. Uriel gritando, mientras su energía era desgarrada como tejido arrancado.

Miguel apretó los dientes. Quiso apartar la visión, pero no pudo. Y entonces lo vio. Asmodeo. El príncipe caído se acercaba, fingiendo unirse al tormento. Pero en lugar de desgarrar, su poder se derramaba sobre las heridas, sanando en secreto, devolviendo a Uriel fragmentos de su luz mientras fingía someterlo.

Uriel sollozaba en silencio, resistiendo. Y Asmodeo, con cada toque, restauraba lo que los demás intentaban destruir.

La reacción de Miguel

La visión terminó. Miguel retrocedió un paso, soltando a Uriel como si hubiera tocado fuego. Su espada bajó, y en sus ojos brillaba algo que jamás había mostrado en batalla: duda profunda… y respeto tembloroso.

—Él… —murmuró, incrédulo—. ¿Él fue quien…?

Uriel no esperó confirmación. Se giró y corrió, con las lágrimas ardiendo en sus ojos dorados.

Asmodeo, exhausto, apenas se sostenía en pie tras contener el resquicio. Cuando lo vio acercarse, apenas alcanzó a abrir los brazos antes de que Uriel se arrojara sobre él, abrazándolo con toda la desesperación que había contenido.

—No dejaré que me arranquen de ti —susurró Uriel contra su pecho—. Jamás.

Asmodeo lo sostuvo con fuerza, temblando como si el mundo entero lo persiguiera. Y en sus alas azules, el resplandor se intensificó como nunca. Miguel, desde atrás, los observaba. Por primera vez, no vio traición ni peligro. Vio un amor tan puro que desafiaba incluso la guerra eterna entre Cielo y Abismo.

La escena termina con Miguel guardando silencio, mientras el eco de Lucifer resuena en las profundidades:

—El Octavo Príncipe del Abismo ha nacido.

En la montaña, Uriel y Asmodeo se abrazan, ajenos a la magnitud de la amenaza que acaba de levantarse en el infierno.

Y Miguel, dividido entre deber y revelación, debe decidir:
¿será protector, juez… o traidor a sus propias órdenes?

Mientras Uriel y Asmodeo sellan su unión en el refugio, Sariel ya planea desde el trono de Lucifer su venganza. Y el próximo movimiento será devastador, pues no atacará al Cielo ni al Abismo… sino al mundo humano.




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