El Beso Del Abismo

El Juicio de las Alas

La férrea decisión de Miguel

La cueva seguía impregnada con los ecos de la fisura que Sariel había abierto. El aire aún olía a ceniza y a hierro, y en el suelo quedaban plumas dispersas: rosadas, azules y blancas. Cada una era un testigo del enfrentamiento que había casi desbordado la frontera entre mundos.

Uriel apenas había tenido tiempo de abrazar a Asmodeo antes de que Miguel, con la frialdad de un general y la dureza de una roca inmortal, avanzara hacia ellos. Su rostro era la máscara de la determinación: sin ternura, sin titubeo. En un solo movimiento, sujetó los dos brazos de Uriel con ambas manos. El agarre fue brutal, como cadenas de acero viviente.

—¡Basta, Uriel! —tronó, y el eco de su voz hizo que las paredes de la montaña vibraran— No permitiré que sigas mancillando tu juicio ni tu lugar.

Uriel gritó y forcejeó, sus alas rosadas golpeando el aire con desesperación.

—¡Suéltame, Miguel! ¡No me apartes de él!

Las lágrimas ya corrían por su rostro. No eran lágrimas de debilidad, sino de rabia contenida, de impotencia, de un amor que estaba dispuesto a desgarrar el cielo entero.

Miguel, sin embargo, no cedía. Con cada movimiento de Uriel, ajustaba aún más la presión en sus brazos. La fuerza de un arcángel guerrero no estaba hecha para el castigo, sino para la contención absoluta.

—Vienes conmigo —dijo con voz glacial— Te encerraré en el Cielo hasta que tu mente se aclare. Hasta que la luz regrese a ti y entiendas quién eres de verdad.

Uriel temblaba, no de miedo, sino de furia.

—¡Yo sé quién soy! —rugió—. ¡Soy Uriel, el que eligió! ¡El que ama! ¡No me encerrarás como a un prisionero, porque no he perdido la luz, Miguel!

Miguel endureció la mirada.

—No lo entiendes. Has sido confundido, manipulado. Te liberarás de esta obsesión.

Sus alas blancas se desplegaron en toda su magnitud, llenando la cueva de un resplandor enceguecedor. Parecía un juez, un dios menor descendido para arrancar del mundo una mancha.

La desesperación de Uriel

Uriel forcejeaba con todo su ser. Sus alas rosadas golpeaban contra las paredes de la cueva, dejando marcas de luz que se desvanecían en segundos. Cada movimiento era un clamor desesperado.

—¡No puedes hacerme esto, hermano! —sollozó, su voz rota— No después de lo que he sufrido. No después de lo que he encontrado.

Su rostro, bañado en lágrimas, miraba a Asmodeo, que permanecía a solo unos pasos, impotente.

—¡Asmodeo! —gritó Uriel, extendiendo las manos en vano, atrapadas por las garras de Miguel— ¡No me dejes!

El dolor en su voz era tan intenso que parecía un canto desgarrado, un himno invertido.

El dolor de Asmodeo

Asmodeo, con el cuerpo exhausto tras cerrar la fisura, no dio un paso hacia ellos. No porque no quisiera: cada fibra de su ser ardía con el deseo de arrancar a Uriel de las manos de Miguel. Su pecho era una hoguera contenida, un mar en tormenta.

Sus ojos azules, que habían vuelto a brillar con la pureza de tiempos antiguos, estaban fijos en la escena. Cada lágrima de Uriel era una puñalada en su alma. Su instinto gritaba: interviene, destruye, toma a Uriel y huye.

Pero no lo hizo.

No lo hizo porque frente a él estaba Miguel, el más grande de los guerreros celestiales, aquel a quien había respetado antes de su caída, aquel cuya figura había sido la imagen misma de la justicia. Y ahora, frente a él, ese respeto olvidado regresaba con fuerza.

Sus manos, sin embargo, delataban la batalla interna. Cerradas en puños, tan apretados que sus nudillos se volvieron blancos, Asmodeo se obligaba a no moverse, a contener la tormenta.

Si rompo este instante, pierdo más que a Uriel. Pierdo su fe en mí.

La visión de Miguel

Uriel dejó de forcejear. Su cuerpo temblaba, rendido en apariencia, pero su mirada se encendió con un brillo que Miguel no esperaba.

—Si crees que me llevas para salvarme… entonces mira. Mira lo que él hizo por mí.

Y sin darle opción, Uriel transmitió la visión. El mundo de Miguel se oscureció.

Vio el Abismo, y en el centro, Uriel encadenado al poste de oscuridad. Las cadenas se hundían en su piel, quemando su carne con sombras vivas. Su rostro estaba cubierto de sudor y sangre, pero sus ojos dorados aún resistían, aún brillaban con desafío.

Rodeándolo, los siete príncipes del Abismo. Belial, Astaroth, Beelzebub, Mammon, Leviatán, Samael y Asmodeo. Todos extendían sus garras, sus lenguas, sus ojos hambrientos.

Miguel vio cómo arrancaban pedazos de luz de Uriel, pedazos que eran como estrellas desgarradas de un firmamento vivo. Cada fragmento era un dolor inimaginable, un desgarrón que hacía que Uriel gritara hasta quebrarse.

Vio la humillación. Vio el deleite cruel en los rostros de los príncipes. Vio la burla, los insultos, el festín de su sufrimiento. Y entre ellos vio a Asmodeo. Por un instante, su corazón ardió en ira. Lo vio acercarse, lo vio posar la mano sobre las heridas de Uriel, fingiendo ser parte de aquel tormento.

Pero entonces lo entendió. Lo que Asmodeo hacía no era robar, era sanar. Cada toque de sus manos restauraba la luz que los otros le arrancaban. Cada caricia invisible cerraba una herida, devolvía una chispa. Fingía participar en la tortura, cuando en realidad protegía a Uriel del colapso definitivo.

Uriel, incluso en medio del dolor, lo sabía. En sus ojos había gratitud, aunque nunca pronunció palabra.

La visión se quebró, y Miguel regresó a la cueva, aún sujetando a su hermano. Pero sus manos temblaban.

La liberación

Miguel respiró con dificultad. Por primera vez en eones, el juicio que lo guiaba no era suficiente. Había visto algo que no podía negar: la pureza en un príncipe caído.

Sus manos se aflojaron. Lentamente, como si el peso de mil batallas cayera sobre sus hombros, soltó los brazos de Uriel. El arcángel de alas rosadas no esperó ni un segundo. Corrió, atravesando el aire con desesperación, y se lanzó a los brazos de Asmodeo.




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