La orden del nuevo príncipe
En lo más profundo del Abismo, las cadenas eternas que colgaban de los muros de obsidiana repicaron como campanas fúnebres. Sariel, ya despojado de toda luz, avanzaba hacia el centro de un círculo de fuego negro. Su cabello, aún dorado, parecía marchito por la sombra; sus alas, antes blancas, eran ahora dos vastas estelas de plumas negras que destilaban humo.
Lucifer lo observaba desde su trono de obsidiana líquida, los ojos centelleando como dos soles oscuros.
—Tu hora ha llegado —declaró—. Demuestra que mereces ser el Octavo Príncipe.
Sariel levantó la mano derecha. En su palma brilló un sello carmesí, marca del pacto.
—Que la humanidad pruebe mi nombre —susurró con voz quebrada, pero firme — ¡Que la Tierra sea mi ofrenda!
El Abismo rugió. Miles de demonios menores respondieron, extendiendo sus alas, sus garras, sus colmillos. En cuestión de segundos, el mundo humano se vería ahogado por el caos.
El caos en la Tierra
La ciudad dormía bajo un cielo tranquilo cuando las primeras grietas comenzaron a abrirse en sus calles. De esas grietas, no brotó lava ni humo, sino sombras con forma de hombres. Entraban en los hogares, en las escuelas, en los bares y templos.
Y allí comenzó la pesadilla.
La posesión de los inocentes
Una niña de apenas doce años abrazaba a su madre en la cocina cuando sus ojos se tornaron negros. En un parpadeo, tomó un cuchillo y lo clavó en el brazo de la mujer.
—Tú no eres mi madre… —susurró con voz doble, hueca.
El padre corrió a detenerla, pero fue demasiado tarde: la niña, poseída por un demonio, se lanzó contra él con una fuerza antinatural.
Las sirenas de ambulancias resonaban por las calles, pero pronto los paramédicos también comenzaron a atacarse entre ellos, poseídos por la marea infernal.
La guerra en las calles
En el centro de la ciudad, automóviles explotaban, levantados por demonios que jugaban con ellos como si fueran juguetes. Un bus escolar fue arrojado contra un edificio, y las llamas lo envolvieron como una tumba de acero.
Amigos se convertían en enemigos. Compañeros de trabajo, en verdugos. La posesión demoníaca forzaba a los humanos a destruir lo que más amaban. Un hijo golpeaba a su padre, una esposa apuñalaba a su esposo, hermanos se arrancaban la vida entre gritos.
El espectáculo del terror
En un estadio vacío, cientos de personas fueron arrastradas por demonios. Allí, bajo reflectores rotos, los obligaban a enfrentarse en combates a muerte. Quienes se negaban eran desgarrados por criaturas de alas membranosas. El terror se transmitía en directo a las pantallas, hasta que las cámaras explotaban en manos de los mismos demonios.
El avance imparable
Edificios enteros colapsaban, derrumbados por gigantes de sombra que emergían de las alcantarillas. Puentes ardían como antorchas. La electricidad de la ciudad fallaba, y las tinieblas se apoderaban de las calles.
El caos era total. La Tierra, sin saberlo, había entrado en guerra.
El regreso de Miguel al Cielo
Mientras el mundo ardía, Miguel ascendía. Con cada batir de sus alas rojas y majestuosas, el cielo nocturno se desgarraba en destellos carmesí. Era un ser de imponente belleza: cabello rubio como el oro, ojos dorados que parecían rayos solares contenidos, piel tan blanca que brillaba como el mármol bajo el relámpago. Su rostro reflejaba poder y tragedia, un juez forjado en mil batallas.
Atravesó las puertas del Paraíso, y los coros se apartaron para dejarle paso. No llevaba gloria en su semblante, sino un peso enorme.
Allí lo esperaban sus hermanos.
El Concilio de los Arcángeles
Gabriel fue el primero en aparecer. Su cabello dorado caía sobre sus hombros como un río de luz, y sus alas doradas desplegadas llenaban el salón con un resplandor que recordaba la gloria del amanecer. Su piel blanca brillaba como alabastro, y su voz era melodía pura.
—Miguel… llegas tarde. El caos ya se desata en la Tierra.
Rafael se unió a ellos. Sus alas violetas, imponentes y solemnes, se extendieron como una cortina de auroras boreales. Sus ojos dorados brillaban con una calma triste, y sus cabellos rubios eran un marco perfecto para su rostro sereno. Era sanador, pero también juez de almas.
—Hermano, traemos noticias más amargas que el propio caos —dijo Rafael.
Miguel los miró a ambos, y su voz tronó como trueno:
—Hablen.
Gabriel bajó la cabeza un instante, como si la confesión fuera una daga.
—Sariel… ha traicionado la luz.
Rafael completó la sentencia.
—Lucifer mismo lo recibió en el Abismo. Y lo nombró… el Octavo Príncipe.
El peso de la revelación
Miguel sintió que el aire le golpeaba el pecho como una lanza. Su hermano, aquel a quien había jurado proteger, aquel cuya debilidad había intentado comprender, se había entregado por completo a la oscuridad.
—Lo vi abrir la fisura —susurró Miguel, con el rostro endurecido— Lo sentí en la montaña. Pero no creí… no quise creer.
Gabriel posó una mano luminosa sobre su hombro.
—No es tu culpa. Su decisión fue suya.
Rafael, con voz grave, añadió:
—Ahora ya no hay duda. El ataque que desgarra a la humanidad lleva su sello. Él es la mano ejecutora del Abismo sobre la Tierra.
Miguel cerró los ojos, y en su mente aparecieron las imágenes de Uriel llorando, forcejeando contra su agarre, y de Asmodeo sanando lo que los príncipes habían intentado destruir. Cuando los abrió, sus ojos ardían con fuego dorado.
—Entonces no solo la Tierra está en guerra. El Cielo también lo está.
El capítulo termina con los tres arcángeles, de imponente belleza y poder, desplegando sus alas al unísono: rojas, doradas y violetas, bañando el salón celestial en un resplandor que cortaba la oscuridad.
Mientras tanto, en la Tierra, el caos crecía sin control; y en el Abismo, Sariel sonreía, proclamando: