El Beso Del Abismo

La Noche de los Gritos

El estruendo de la ciudad

La Tierra había perdido su rostro.
Las calles ya no eran caminos para el tránsito humano, sino gargantas abiertas por donde rugían gritos, choques metálicos y explosiones.

Automóviles se estrellaban unos contra otros como si una mano invisible los guiara hacia el desastre. Motos derrapaban entre llamas, ardiendo como antorchas veloces antes de chocar contra las vidrieras. Edificios enteros colapsaban, sus cimientos debilitados por la sombra que se filtraba como ácido entre las vigas.

En las avenidas, personas que minutos antes compartían risas ahora se golpeaban a puño limpio, con furia inexplicable. Hermanos contra hermanos, madres contra hijos, amigos de toda la vida convertidos en enemigos. El odio había invadido cada fibra de la humanidad, soplado como veneno por la orden de Sariel.

Los hospitales rebalsaban de heridos, pero médicos y enfermeras, poseídos, abandonaban su deber para lanzarse contra sus pacientes. Ambulancias giraban en círculos, sus sirenas aullando como bestias desorientadas.

La ciudad, una vez orgullosa de sus luces, se había convertido en un circo macabro, iluminado por el resplandor de los incendios.

El combate de Uriel y Asmodeo

En medio de la avenida central, Uriel y Asmodeo eran la única línea entre la destrucción total y un respiro efímero. Uriel, con sus alas rosadas desplegadas, caminaba entre los humanos poseídos, imponiendo su voz como un trueno suave pero imperativo:

—¡Fuera de ellos!

Sus ojos dorados ardían, y con un gesto, cada demonio que habitaba en los cuerpos se retorcía, gritando en lenguas olvidadas. Al instante, Uriel trazaba un signo en el aire y las criaturas eran expulsadas, desintegrándose en polvo oscuro. Los humanos caían al suelo, jadeando, libres… por unos segundos.

Pero la marea era incesante. Cada esquina traía más cuerpos poseídos, más gritos, más violencia.

A su lado, Asmodeo se alzaba como un guerrero invencible. Sus alas azules, brillantes como un océano en llamas, golpeaban el aire con fuerza. Blandía una espada de energía pura, y cada tajo era un demonio menos en el campo de batalla. Sus movimientos eran rápidos, letales, pero también llenos de rabia contenida.

—¡Atrás, Uriel! —rugió, mientras atravesaba a un demonio con el filo ardiente— ¡Son demasiados!

—¡No puedo dejar de luchar! —respondió Uriel, liberando a un grupo de niños atrapados por tres sombras que los obligaban a golpearse entre sí— ¡Si me detengo, ellos mueren!

El sudor y la sangre ya manchaban sus rostros. El desgaste físico y espiritual era brutal. Ninguno de los dos tenía respiro.

La autopista en llamas

En una autopista elevada, decenas de automóviles se estrellaban unos contra otros en una cadena interminable de explosiones. Conductores poseídos pisaban el acelerador con furia, buscando la colisión más violenta. Los que lograban salir de los autos se lanzaban a golpes contra otros sobrevivientes.

Uriel, desde abajo, alzó las manos y liberó una onda de luz que atravesó la estructura. Los demonios fueron expulsados de los conductores, pero no todos sobrevivieron a los choques. Los gritos eran un coro insoportable.

El mercado sangriento

En un mercado popular, vendedores y compradores se atacaban con cuchillos, botellas y hasta frutas endurecidas como proyectiles. Los demonios que los poseían reían a través de ellos.

Asmodeo irrumpió en medio del caos. Con un golpe de su ala barrió una docena de cuerpos poseídos contra las paredes. Luego atravesó a las sombras con su espada, reduciéndolas a ceniza.

—¡Corran! —ordenó a los humanos que quedaban en pie, su voz retumbando como un rugido de trueno.

El derrumbe de la torre

En el distrito financiero, un rascacielos comenzó a colapsar, debilitado por demonios que devoraban las vigas como termitas infernales. Los cristales estallaban y caían como lluvia de cuchillas.

Uriel voló hasta lo alto, liberando ráfagas de luz que expulsaron a las criaturas. Pero el esfuerzo fue demasiado: la torre terminó de ceder. Solo pudo crear un escudo para proteger a los cientos de personas que corrían debajo, recibiendo sobre su espalda el impacto de toneladas de escombros que habrían sido mortales.

Asmodeo llegó en el último segundo, rodeándolo con sus alas y compartiendo la carga. Juntos lograron sostener el derrumbe lo suficiente para que la multitud escapara. Cuando al fin se soltaron, ambos cayeron al suelo, jadeando, casi vencidos.

Sin respiro

La noche parecía interminable.
Uriel y Asmodeo apenas podían sostenerse en pie, pero el ataque no se detenía. Por cada demonio destruido, dos más aparecían. Por cada humano liberado, otro caía en posesión.

Las manos de Uriel temblaban por el esfuerzo de exorcizar sin descanso. Su luz comenzaba a apagarse, a consumirse como vela en tormenta. Asmodeo, con los puños ensangrentados y la espada hecha añicos, seguía golpeando con fuerza bruta, su cuerpo lleno de heridas abiertas.

Ambos sabían que estaban al límite. Pero también sabían que detenerse significaba condenar a la humanidad.

La cámara del caos se desplaza a un punto alto de la ciudad: un edificio intacto, donde una figura de alas negras observa todo con una sonrisa cruel. Sariel. El Octavo Príncipe contempla la destrucción con deleite, mientras susurra:

—Esto es solo el comienzo.

En las calles, Uriel y Asmodeo se tambalean, exhaustos, sin notar que un nuevo heraldo del Abismo se abre paso entre las sombras, más imponente que todo lo que han enfrentado hasta ahora.

¿Podrán resistir cuando el verdadero heraldo de Sariel descienda sobre ellos, o será esta la noche en que el amor que los une se quiebre bajo el peso del infierno?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.