El Beso Del Abismo

El Juicio de las Alturas

Los tres en el Cielo

En el salón del Consejo, el mármol celestial brillaba con un fulgor que no lograba ocultar la tensión en el aire. Tres presencias dominaban el lugar como soles en pugna.

Miguel, con sus alas rojas desplegadas como llamas encendidas, caminaba de un extremo al otro. Su rostro estaba endurecido, pero en sus ojos dorados brillaba la duda, una sombra que jamás se había permitido.

Gabriel, de alas doradas como un amanecer perpetuo, permanecía erguido con la frente alta. Sus labios eran suaves, pero su mirada quemaba: el mensajero de Dios no toleraba la mentira ni la traición.

Rafael, con sus alas violetas extendidas como auroras, observaba con calma, su cabello rubio cayendo sobre los hombros como un velo solemne. En sus ojos dorados, la compasión y la gravedad se entremezclaban.

El silencio se rompió al fin por la voz de Gabriel:

—La Tierra arde, Miguel. Y tú has regresado con las manos vacías. ¿Dónde está Uriel?

Miguel se detuvo, sus alas se contrajeron un instante.

—Él eligió… —su voz se quebró apenas— Eligió quedarse al lado de Asmodeo.

Gabriel apretó los puños.

—¿Un príncipe del Abismo? ¿Y lo permitiste?

—No fue permiso —rugió Miguel, levantando la voz—. Fue verdad. Si Uriel sigue vivo, si no fue consumido en las celdas del Abismo, es porque Asmodeo lo protegió en secreto. ¡Lo vi con mis propios ojos!

Rafael inclinó la cabeza, con voz baja pero firme.

—Entonces la cuestión no es si Asmodeo lo salvó… sino por qué. Y qué significa eso para todos nosotros.

Gabriel dio un paso hacia Miguel, las alas doradas desplegadas como un juicio radiante.

—No puedes permitir que un arcángel se ate al corazón de un caído. Esa unión es peligrosa.

—¿Peligrosa? —Miguel lo miró directo, con rabia y dolor—. ¡Lo que es peligroso es Sariel! Nuestro hermano ha sido coronado Octavo Príncipe por Lucifer. Él es el que desata este infierno sobre la humanidad.

El salón se estremeció, como si las columnas escucharan la verdad. Rafael cerró los ojos un momento, respirando.

—Si el Octavo Príncipe ha nacido… entonces la guerra ya no puede retrasarse.

Miguel apretó los dientes, su voz quebrada entre furia y dolor:

—No dejaré que Uriel sea juzgado como traidor. ¡No después de lo que soportó!

Gabriel lo observó con frialdad.

—Entonces tal vez seas tú quien deba ser juzgado, hermano.

El silencio que siguió fue tan intenso que las estrellas en los vitrales parecieron contener la respiración.

El colapso de Uriel

En la Tierra, la batalla no cesaba.
Uriel apenas lograba sostenerse en pie. Sus alas rosadas estaban sucias de hollín y polvo, su cuerpo cubierto de cortes y su respiración era un jadeo quebrado. Cada exorcismo le arrancaba un fragmento de energía, cada humano liberado era una herida más en su espíritu.

Asmodeo lo observaba mientras combatía sin descanso, su espada azul abriendo paso entre los demonios. Pero la preocupación en sus ojos no podía ocultarse: Uriel estaba al borde del colapso.

Uriel levantó las manos una vez más, liberando a un grupo de soldados humanos poseídos, pero sus rodillas cedieron. Cayó al suelo, jadeando, las lágrimas mezclándose con el sudor.

—No… aún no puedo… no mientras ellos sufran…

El rugido de la multitud poseída se detuvo un instante. El aire se volvió frío. Una sombra cayó sobre él.

La aparición de Sariel

Del humo y el fuego emergió Sariel.
Sus alas negras se extendían como un eclipse total, sus cabellos rubios aún resplandecían con la ironía de lo que había sido, y sus ojos eran dos pozos crueles. Sonreía con desprecio, caminando lento hacia su antiguo hermano.

—Mírate, Uriel —susurró, inclinándose sobre él—. El guerrero brillante, reducido a un mendigo de luz. ¿Cuánto tiempo más vas a resistir antes de suplicar?

Uriel lo miró con los ojos enrojecidos por el cansancio, la voz apenas un hilo.

—No te… daré ese placer.

Sariel rió, y el sonido fue como vidrio rompiéndose.

—Oh, hermano… lo que me darás será tu último aliento.

Alzó su mano, y de sus dedos surgió una lanza de sombras, directa al pecho de Uriel.

El desvío inesperado

El impacto no llegó. Un destello blanco puro atravesó el aire, desviando el ataque con un estruendo que hizo vibrar los cimientos de la ciudad. El cielo se abrió con un resplandor deslumbrante. Y allí descendió Seraphiel, el serafín.

Sus alas eran enormes, blancas como el fuego más puro, desplegadas como el juicio mismo. Su cabello rubio caía sobre su rostro, y sus ojos dorados brillaban con intensidad divina. Su sola presencia hizo que los demonios retrocedieran, gritando de dolor. Con voz de trueno y melodía, Seraphiel declaró:

—No tocarás a mi hermano.

Sariel retrocedió, sorprendido, pero pronto su expresión se torció en una sonrisa perversa.

—Vaya, vaya… el perro guardián del Cielo se digna a intervenir. ¿Vienes a salvarlo… o a condenarlo también?

Seraphiel no respondió. Con un movimiento de su mano, creó un muro de luz que rodeó a Uriel, protegiéndolo del siguiente ataque.

La ciudad ardía a su alrededor, el caos humano no cedía, y ahora dos fuerzas colosales se enfrentaban. El Octavo Príncipe, nacido de la traición. Y el Serafín Guardián, enviado como último recurso del Cielo.

Uriel, apenas consciente, miraba a Seraphiel con lágrimas de alivio, mientras Asmodeo tensaba los puños, dispuesto a luchar a su lado sin importar las consecuencias.

En el Abismo, Lucifer sonreía al ver la confrontación, y en el Cielo, Miguel, Gabriel y Rafael sintieron la vibración del choque que se avecinaba. La guerra había comenzado de verdad.

El destino de la humanidad y de los mismos ángeles se decidirá en el choque entre Sariel y Seraphiel. ¿Qué revelaciones traerá esta batalla, y cómo cambiará para siempre el vínculo entre Uriel, Asmodeo y el Cielo?




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